“Apenas empezando a ser cristianos”

Xabier Segura Echezárraga

No deja de llamar la atención el hecho de que Hans Urs von Balthasar -probablemente el mejor teólogo católico del siglo XX- sostenga que, incluso después de veinte siglos, la Iglesia está apenas comenzando a descubrir la hondura de lo que significa ser cristiana, porque el misterio de Cristo sigue desbordando toda comprensión y reclama siempre una conversión más profunda de la vida de los creyentes.

De poco sirven las pruebas racionales de la existencia de Dios. Ni las de San Anselmo, ni las de Santo Tomas. Personalmente creo que la única y verdadera prueba de la existencia de Dios es la persistencia de la Iglesia que, a pesar de la gran cantidad de disparates que se han hecho en ella a lo largo de los siglos (también ha habido gestas de un valor extraordinario y admirables testimonios de santidad) se mantiene con dos mil años de historia continuada. Ninguna institución humana puede compararse. Me lo confirma la admiración de mi hermano agnóstico cuando afirma que se trata de la mayor y más eficaz multinacional del mundo. Algo debe tener, cuando aguanta el tiempo como ninguna otra institución humana. Los creyentes decimos que se trata de la presencia de Dios en ella, a pesar de sus pecados y miserias. Los místicos, como san Juan de la Cruz, dirían que tiene “un no sé qué que queda balbuciendo”. Sí, balbuciendo, como el mismo san Juan de la Cruz hace en sus poemas. Balbuciendo palabras de amor y de esperanza en medio de los dramas del mundo y de la historia.  

Un amigo mío, eminente doctor en teología, me dice que alguna entrada de mi blog (Una santidad profana para nuestro tiempo) es demasiado optimista.  No me parece que sea así, cuando miro el recorrido de mi propia biografía y descubro en ella el drama de la fe que reclama el testimonio cotidiano, en medio de incomprensiones y, a veces, de persecución. No puede separarse lo vivido de lo escrito. En lo escrito se intuye lo que se ha contemplado, aunque después la vida te lleve por caminos complicados. También san Juan de la Cruz escribió su Cántico Espiritual y nunca renegó de él, aunque al final de su vida sufrió grandes dificultades y persecuciones que le llevaron a la soledad de El Calvario y de Úbeda, donde murió experimentando el abandono de los suyos.

Coincido con Balthasar y su visión dramática del cristianismo como encuentro de libertades, camino de discipulado y tarea siempre inacabada. La vida cristiana me parece un encuentro -siempre actualizado- de nuestras propias miserias con la misericordia de Dios, que quiere llenarnos con sus dones, pero pocas veces encuentra un recipiente vacío para recibirlos.

El cristianismo como don y drama

Von Balthasar observa que la historia de la Iglesia ha pasado por etapas muy distintas: desde la cristiandad antigua y medieval, donde fe y sociedad parecían confundirse, hasta la situación moderna y contemporánea, marcada por la separación entre lo sagrado y lo profano y por una fuerte crisis misionera. En ese contexto afirma que los cristianos de hoy están llamados a redescubrir la misión original de los apóstoles —ser levadura en la masa del mundo— y que, en cierto sentido, apenas comenzamos a comprender lo que significa existir “desde” Cristo y “para” el prójimo.  Von Balthasar subraya que la existencia cristiana auténtica se sitúa entre dos polos: Dios en Cristo, como origen, y el prójimo, como destino. Ser cristiano no es ante todo defender una institución o una moral, sino dejar que el Espíritu Santo impulse un movimiento real desde la adoración a Dios hacia el servicio concreto al hermano. ​

Una de las claves de su teología es entender el cristianismo como un don antes que como un proyecto humano. Dios toma la iniciativa en Cristo, entrega su vida por la humanidad y, al hacerlo, abre un espacio de libertad donde cada persona puede responder con su propio “sí”, pequeño pero decisivo, a esa llamada. Ese encuentro entre la libertad infinita de Dios y la libertad finita del ser humano es, para Von Balthasar, un verdadero “drama”: una acción en la que Dios y el hombre se implican de forma real en la historia. No se trata de un teatro de ideas, sino de un camino concreto de seguimiento, en el que cada cristiano escribe, con su vida, una escena única dentro de la gran historia de la salvación. Tenemos ya muchas doctrinas e ideas sublimes, ahora toca vivir y ofrecer las experiencias vividas, los testimonios concretos y luminosos de unas relaciones humanas transformadas por la novedad evangélica.

La belleza de Cristo y el discipulado

Von Balthasar insiste en que solo quien se deja atraer por la belleza del rostro de Cristo llega a comprender desde dentro qué significa ser cristiano. Antes de cualquier demostración intelectual o moral, el cristianismo se presenta como una forma de vida hermosa, capaz de tocar el corazón y de sacar al hombre de su encerramiento en sí mismo. Por eso, ser cristiano es ante todo discipulado: dejar que la verdad de Cristo reoriente la propia existencia y reorganice prioridades, relaciones y proyectos. Volvamos a repetirlo una vez más: hay que pasar de una fe cultural o rutinaria a una fe personal, consciente y responsable, que se toma en serio el Evangelio como criterio último de discernimiento y que se vive en comunidad. Una comunidad donde se refleje el amor de Dios en gestos concretos de ternura y humanidad.

No cabe duda. Apenas estamos empezando a ser cristianos, a responder adecuadamente a la llamada de Dios. La historia de la Iglesia entremezcla la gracia divina con las debilidades y pecados de la humanidad. Recibe la palabra de Dios mezclada con la Tradición, y en medio de tantas tradiciones -y a veces traiciones- va adelante. Y Dios espera con su infinita paciencia alguien que quiera unirse plena y verdaderamente a sus planes de salvación, sin mezclar en ello los propios intereses egoístas o egocéntricos que, con frecuencia, agrian el buen vino del Reino y lo convierten en mercancía al servicio del máximo beneficio del comerciante de turno.

Vivimos un tiempo privilegiado, una nueva oportunidad para volver a la fuente, a la misión original de aquellos primeros discípulos enviados a ser “levadura” en medio del mundo. También esta generación ha de aprender a responder a ese don, en circunstancias históricas distintas, con heridas nuevas y también con nuevas posibilidades de santidad. Todos somos discípulos en camino, comunidades en conversión, Iglesias locales llamadas a escuchar de nuevo el Evangelio y a dejarse medir por él. Es necesario un nuevo estilo de formación cristiana, al estilo de una nueva Iglesia Pueblo de Dios, con una mentalidad nueva, menos apegada a mantener costumbres humanas, y más atenta y vigilante para descubrir la voluntad divina que quiere hacerse presente en medio de los hombres y reconocer la unción del Espíritu que encuentra en el cofre de los tesoros antiguos el impulso siempre nuevo que renueva la humanidad.

No se trata de desanimarnos, sino de acoger con humildad y esperanza lo que el Espíritu sigue escribiendo, en este siglo XXI. Capítulos que aún no conocemos de una historia de la humanidad que se nos presenta a veces como drama, otras como tragedia, pero que oculta, en el fondo, una historia de amor. No es ingenuidad ni optimismo. Es la esperanza cristiana.

Robe Iniesta como signo de una generación

Xabier Segura Echezárraga

Robe Iniesta y Extremoduro se han convertido, casi sin quererlo, en espejo de una generación que creció huérfana de referentes sólidos en una sociedad saturada de ruido, consumo y promesas vacías. Muchos jóvenes han encontrado en sus canciones una forma de decir con crudeza lo que sentían por dentro, cuando nadie alrededor parecía capaz de hablar con verdad sobre la soledad, el fracaso o el deseo de algo más grande que uno mismo.

Una generación sin referentes

Los años noventa y dos mil en España fueron tiempos de aparente prosperidad: consumo al alza, cultura del pelotazo, televisión vacía y un discurso oficial optimista que no siempre coincidía con la vida real de los barrios, los institutos o las facultades. En medio de esa mezcla de bienestar y vacío, muchos jóvenes crecieron sin adultos que les ofrecieran criterios firmes, sin comunidades sólidas, sin un lenguaje claro para nombrar el dolor, la rabia o el miedo.

En ese contexto, la voz rota de Robe Iniesta empezó a sonar como una especie de grito sincero en un ambiente cargado de hipocresía. No ofrecía respuestas fáciles ni moralejas edulcoradas, pero sí una honestidad brutal frente a temas que la cultura oficial maquillaba o silenciaba: droga, sexo, fracaso, depresión, soledad.

Hambre de autenticidad

El joven actual sigue compartiendo ese mismo hambre de autenticidad: no soporta la fachada, el doble lenguaje, el “postureo” que todo lo convierte en espectáculo. Busca vidas vividas de verdad, aunque estén llenas de cicatrices, y por eso le atrae una música que no disimula la herida ni la enturbia con moralismos.

En muchas letras de Extremoduro aparece la figura de alguien que se abre en canal, que confiesa su miseria y sus deseos sin filtros ni excusas. Ahí hay un primer aprendizaje evangélico, aunque no se nombre así: la verdad sobre uno mismo, por dura que sea, es mejor que la mentira bien maquillada.

Caídas, fracasos y soledad

El camino de Robe y de su generación no se entiende sin las caídas: adicciones, relaciones rotas, noches vacías, sensación de estar “en standby”, como congelados en un punto muerto de la vida. Las canciones hablan de derrotas, de sentirse payaso, de querer quemarlo todo y desaparecer, de una soledad que no se resuelve con fiestas ni con ruido.

Sin embargo, siempre queda un resquicio de lucha: a pesar de la tentación constante del desánimo y la desesperación, el personaje que canta no se rinde del todo. Se levanta una y otra vez, a veces a trompicones, pero con la intuición de que la vida no se puede reducir a anestesiar el dolor.

El amor como única luz

Lo más llamativo es que, en medio de toda esa oscuridad, la única luz que aparece una y otra vez es el amor. No un amor fácil ni idealizado, sino un amor intenso, contradictorio, que hiere y salva, que exige salir de uno mismo y “ensanchar el alma” para no quedar encerrado en la propia miseria.

Ese amor se intuye como algo más grande que el simple deseo o la atracción pasajera. En el fondo, hay una sed de absoluto: querer un amor total, incondicional, que no abandone en la noche más oscura, un amor que parezca casi imposible y, sin embargo, necesario para seguir viviendo.

Un camino de lucha y trascendencia

Robe Iniesta no se presenta como maestro espiritual, pero su obra refleja un itinerario de búsqueda: del exceso y la autodestrucción a una mirada más consciente sobre el sentido de la vida, el paso del tiempo y la necesidad de algo que trascienda el puro presente. Su biografía, marcada por el origen humilde, la marginalidad y la posterior notoriedad, muestra también un combate interior por encontrar una forma de vivir que no sea pura huida ni pura pose.

En este sentido, muchas letras pueden leerse como parábolas modernas de un corazón inquieto que no se conforma con lo superficial. Hay un “camino de lucha y trascendencia” que no pasa por negar la herida, sino por mirarla de frente y dejar que la pregunta por el amor verdadero, por la esperanza y por la luz, vaya abriéndose paso en medio de las ambigüedades de la vida.

Un signo para acompañar a los jóvenes

Para la pastoral y la formación cristiana, Robe Iniesta y Extremoduro pueden ser leídos como un signo de los tiempos: muestran la sensibilidad de toda una generación que rechaza la hipocresía, busca pasión y verdad, tropieza y vuelve a levantarse, y solo confía en aquello que se juega de verdad la vida. Acercarse a estas canciones con respeto y discernimiento puede ayudar a escuchar lo que el corazón del joven está gritando hoy: “quiero una vida auténtica, quiero amar de verdad, no quiero resignarme a la desesperación”.

Ahí, la propuesta cristiana no entra como una moral externa que censura, sino como una respuesta paciente a ese clamor interior. El Evangelio puede dialogar con esta generación precisamente porque también habla de un amor que se entrega hasta el extremo, de una esperanza que no se rinde y de una luz que “ensancha el alma” mucho más allá de lo que el propio Robe sospecha en sus canciones.

Una santidad profana para nuestro tiempo

Xabier Segura Echezárraga

Introducción: una santidad diferente

En nuestro tiempo, experimentamos una profunda búsqueda de autenticidad en la vida espiritual. Muchas personas sienten que la religión tradicional se ha alejado de sus preocupaciones cotidianas, dejando un vacío entre lo sagrado y lo profano. Sin embargo, existe una propuesta revolucionaria que invita a reconciliar ambos aspectos: hacer sagrado todo lo que en la creación divina fue considerado profano.

Esta es la esencia de una santidad profana para nuestro tiempo: una transformación espiritual que no rechaza el cuerpo, la belleza, la libertad y la alegría del mundo, sino que las consagra como expresiones válidas del capricho divino.

El cuerpo como expresión de santidad

La propuesta teológica que atraviesa esta reflexión comienza con una verdad fundamental: la santidad se expresa necesariamente en el cuerpo. No se trata de una santidad desencarnada o puramente espiritual, sino de una transformación que toca cada aspecto de nuestra existencia material.

Como nos recordó Francesc Casanovas en su catequesis dirigida a la comunidad del Seminario del Pueblo de Dios en Betxí (Castelló) el 25 de junio de 1989, el ser humano es cuerpo. Esta no es una limitación, sino una verdad fundamental: «El hombre es cuerpo». El cuerpo es el lugar donde Dios se expresa cuando se encarna en Jesucristo, y es también el lugar donde cada uno de nosotros debe vivir y encarnar la voluntad divina.

En la tradición cristiana, hemos heredado a menudo una espiritualidad que veía el cuerpo con sospecha. Se entendía la santidad como negación del cuerpo, a través de ayunos, mortificaciones y penitencias rigurosas. Pero esta comprensión limita profundamente el potencial transformador de la fe. Casanovas nos propone un camino diferente: no se trata de aniquilar los instintos, sino de transformarlos en amor.

La santidad como capricho de Dios

Lo que Casanovas denomina «el capricho de Dios» es el misterio de la intención divina al crear al ser humano: una criatura libre, sabia y feliz, capaz de llevar adelante la aventura maravillosa de la creación. Esta es la característica fundamental de la santidad en la mentalidad nueva: no es un modelo único y establecido, sino una forma renovada de vivir la relación con Dios que respeta la dignidad, la libertad y la singularidad de cada persona.

El problema de muchos modelos de santidad históricos es que han enfatizado excesivamente «las cosas del cielo» y muy poco «las de la tierra», generando una división entre lo sagrado y lo profano. Así, el cuerpo llegó a ser visto como «la prisión del alma», una realidad que la espiritualidad ascética tradicional reforzó. Pero cuando comprendemos que Dios mismo se encarnó en un cuerpo, que comió, trabajó, gozó de la compañía de amigos, entonces reconocemos que la vida cotidiana, material y corporal es el verdadero lugar de encuentro con lo divino.

Convertir lo profano en sagrado

Esta es la paradoja liberadora de la santidad profana: nuestro sacerdocio real consiste en hacer sagrado todo lo que es profano. No mediante la negación o la huida del mundo, sino mediante una consagración amorosa de cada aspecto de la creación.

Casanovas ilustra esto con un contraste sutil pero profundo: el ejemplo de San Luis Gonzaga, quien según la tradición nunca miró el rostro de una mujer ni siquiera el de su madre. Esta forma extrema de pureza expresa una verdad importante sobre la intención (buscar a Dios), pero no es la forma que debe caracterizar la espiritualidad contemporánea. En cambio, en el Seminario del Pueblo de Dios se invita a mirar el rostro de una mujer o un hombre en la limpieza y transparencia de la intención divina, descubriendo en ello el capricho de Dios, la voluntad divina.

La santidad profana significa entonces:

  • Libertad sin licencia: Vivir los «siete aspectos» o dimensiones de la vida humana en armonía y equilibrio. La espiritualidad de la unidad de Chiara Lubich nos ayuda.
  • Belleza y arte: La santidad «se enraíza en el cuerpo, pero se expresa en el arte», en la búsqueda de la elegancia, la armonía y la belleza.
  • Intención diáfana: Que mi mirada sea «limpia», es decir, que en cada acto busque coincidir con la intención de Dios.
  • Corporalidad dignificada: Entender que los instintos no deben ser aniquilados sino transformados en amor.

La Iglesia como luz del mundo

Una de las intuiciones más audaces de Casanovas es que la Iglesia debe ser la luz que el mundo espera, no una luz impuesta. El mundo no acepta «gato por liebre»; rechaza lo que percibe como engaño. Si la Iglesia pretende ser «la luz del mundo» pero ofrece una luz que no es arte, belleza, armonía, relación y «capricho de Dios», el mundo dice simplemente «no».

Esta es la razón por la que la santidad profana tiene relevancia precisamente ahora: vivida con autenticidad, ella sí es la luz que el mundo espera. No porque el mundo busque una espiritualidad diluida o superficial, sino porque busca una verdad encarnada, una belleza visible, una libertad responsable. Cuando el creyente vive de manera integrada, transformando lo cotidiano en expresión del capricho divino, entonces ofrece realmente algo que el mundo anhela ver.

Una concentración artística

Para vivir esta santidad profana necesitamos lo que Casanovas llama «concentración artística»: no una concentración técnica o esforzada, sino una contemplación activa que ve el contexto, sabe ir a fondo, relaciona las cosas y no se deja sorprender.

Cuando vivimos en esta concentración, descubrimos que toda coordinación de nuestras actividades cotidianas se convierte en un arte. Incluso el dolor es belleza —como el Crucificado es «la expresión más bella del arte que conocemos». Así, durante todo el día, en nuestras diferentes tareas, expresamos la armonía de la santidad.

Conclusión: una aventura personal y comunitaria

La santidad profana no es un conjunto de reglas, sino una aventura. Es un proceso en el que unos llegan antes que otros, unos de una forma y otros de otra. Pero es, ante todo, una búsqueda comunitaria: un conjunto de hombres y mujeres unidos en Jesucristo que hacen el mismo camino, personalmente y con unidad.

Lo que Dios espera de nosotros es sinceridad y nobleza en el deseo de vivir el ideal de la unidad y el misterio de Jesucristo. De ello depende nuestra autenticidad. Y así, en este camino, descubriremos que cada rostro, cada cuerpo, cada vida, se va configurando en la santidad: el capricho divino hecho carne.

Para nuestro tiempo, la invitación es clara: dejar de vivir divididos entre una espiritualidad de «los cielos» y una vida cotidiana de «la tierra». La santidad profana nos llama a la integración total, a la conversión de mentalidad, a descubrir que Dios está precisamente donde parecía que estaba prohibido buscarlo.

Como dijo el Apóstol Pablo: «Todo es vuestro y vosotros sois de Cristo, y Cristo es de Dios» (1 Co 3, 22b-23). En esta verdad reside la libertad liberadora de la santidad profana: no es un camino de negación, sino de plenitud.


Fuente: Catequesis de Francesc Casanovas a la comunidad del Seminario del Pueblo de Dios, en la Casa Diocesana de Espiritualidad Betxí Regina Apostolorum, Castelló, 25 de junio de 1989.

El amor de Dios no es un amor sentimental

Xabier Segura Echezárraga

En la reunión de final de curso del Seminario del Pueblo de Dios, celebrada en Betxí el 24 de junio de 1989, Francesc Casanovas insistía en algo que solemos olvidar: el amor de Dios no se parece mucho a los «amores humanos», que con frecuencia son pasajeros.
Si no hacemos esta distinción, mezclamos sentimientos con fe, dependencia emocional con verdadera vida espiritual. Y no nos aclaramos.

1. Los sentimientos no son el amor de Dios

Casanovas lo expresaba con franqueza: los sentimientos son inevitables y forman parte de nuestra humanidad, pero no definen el amor divino. «Los sentimientos fluctúan, suben y bajan, se mezclan con egoísmos, heridas y necesidades. El amor de Dios, en cambio, purifica el corazón humano porque no nace de nuestras carencias, sino de su fidelidad”.

2. El amor humano crea dependencias; el de Dios, libertad

Casanovas advertía: los amores humanos, incluso los más nobles, tienden a generar dependencias. «A veces llevamos dentro sentimientos pegajosos, que buscan seguridad, aprobación o reciprocidad. Son afectos que pueden esclavizar, porque dejamos que el otro determine nuestra paz interior”. El amor de Dios, por el contrario, libera. No exige, no reclama nada, no se impone: «Quien se sabe amado por Dios puede amar sin poseer, acompañar sin controlar, ofrecer sin esperar nada a cambio”.

3. Los amores humanos reclaman; el amor de Dios persevera

Los amores humanos buscan respuestas y reconocimiento, mientras que el amor de Dios es perseverante: «El amor de Dios ama primero, ama siempre y no para, aunque no sea correspondido. El modelo es Cristo en la cruz: sigue amando cuando todo alrededor cae”. Por eso Casanovas afirmaba: «El amor divino promueve una respuesta amorosa, pero no depende de ella. Cuando no encuentra respuesta, no se apaga: continúa amando.

4. El amor de Dios tiene su fuente en Dios y nos da plenitud

La clave está en la fuente: el amor de Dios no nace del vacío humano, sino de la plenitud divina. «Recibimos el amor por la fe, no por sensibilidad. Cuando uno se sabe amado así—sin condiciones, sin chantajes afectivos, sin miedos—, brota una libertad interior que no esclaviza a nadie ni se deja esclavizar por nadie”. El amor de Dios no crea cadenas de dependencia, sino que desborda y plenifica: «Dios nos ama, y de esa plenitud interior brotan nuestras obras”.

5. Un amor que no crea esclavos, sino hijos

Finalmente, el amor de Dios no retiene, sino que impulsa y reconcilia. «No busca poseer, sino permitir que cada uno sea lo a que está llamado a ser. No genera lazos afectivos cerrados, sino vínculos libres y fecundos”. Por eso no es sentimental: porque es más profundo, más real y transformador. «No depende de emociones pasajeras, sino de la certeza de ser amados por un Amor que no falla”.

En resumen, el amor según Dios no es un sentimiento que me viene, sino una fuerza que purifica, libera, persevera, plenifica y crea vínculos fecundos. Nos invita a una vida donde amar no ata, sino que ensancha y transforma, siempre en libertad.


Conviene recordar estos mensajes, en tiempos de caducidad y poco compromiso, de noticias falsas y manipulación de emociones y sentimientos humanos al servicio de los intereses ocultos de una sociedad de consumo y entretenimiento. Dios quiere purificar nuestros sentimientos para que aprendamos a amar más y mejor. El problema es que, con frecuencia, no nos fiamos de él, y preferimos aferrarnos a «nuestros sentimientos», quedando esclavizados en las miserias de nuestro propio ego individual, a merced de poderes escondidos que nos utilizan.

La fraternidad no son lazos de sangre

Xabier Segura Echezarraga

Il sangue non è la sostanza della fratellanza
(Massimo Recalcati, Uno diviso in due. Fratelli e sorelle, Feltrinelli, 2025)


Massimo Recalcati nos invita a mirar de frente una verdad incómoda: la sangre no basta para hacer hermanos. La fraternidad no nace del parentesco, sino de un trabajo interior y compartido que reconcilia la diferencia. “El otro” —ese hermano, amigo, pueblo o compañero— no es prolongación de uno mismo, sino límite y promesa. Allí donde creemos que el amor debería ser natural, el autor nos recuerda que lo primero que aparece es el conflicto.

Cuando nace un hermano, el mundo del primogénito se rompe. Aparece el Dos, y con él el sentimiento de invasión, celos, rivalidad. La historia bíblica de Caín y Abel no es un mito antiguo: es la radiografía de todo vínculo humano. Recalcati sostiene que el impulso inicial no es el amor, sino la defensa del propio lugar. Solo reconociendo ese impulso agresivo —sin maquillarlo ni negarlo— puede comenzar la tarea de una verdadera fraternidad.

El psicoanálisis, al que el autor pertenece, ayuda a leer esa lucha. El otro es un espejo: en él nos miramos, nos comparamos, nos medimos. De ahí nacen la envidia, el deseo de ocupar su sitio o de borrar su diferencia. Pero si rompemos el espejo —si dejamos de querer vernos reflejados— aparece algo nuevo: el otro deja de ser amenaza y se vuelve compañero. La fraternidad no es fusión ni competencia; es respeto por la distancia que nos une.

Recalcati insiste en que la sangre puede ser una maldición cuando se la usa para justificar posesión o supremacía. La familia, la nación o la religión pueden encerrarse en la lógica del “uno solo”: mi pueblo, mi fe, mi verdad. Esa obsesión por ser el único conduce a la violencia, a la exclusión del hermano, a la negación del Dos que nos constituye. El autor llama a superar ese “fanatismo del Uno”, que en el fondo es miedo a compartir el mundo.

Desde esa clave, Recalcati se detiene también en el conflicto entre Israel y Palestina. Lo lee como una herida fraterna: dos pueblos que comparten origen y tierra, pero no soportan su mutua existencia. Cada uno quiere ser el único heredero, el único legítimo, el único amado por Dios. Es la repetición de Caín y Abel, una fraternidad negada. La única salida —dice el autor— no está en borrar al otro, sino en reconocer su derecho a existir. No habrá paz mientras uno de los dos siga soñando con un mundo sin el otro.

La lección vale para cualquier relación humana. Amar al otro no significa fundirse con él ni dominarlo, sino aceptar la distancia que lo hace diferente. Esa distancia no separa: da forma al vínculo. La verdadera fraternidad es una obra consciente, una elección de cada día. Implica renunciar al orgullo de ser el primero, al deseo de sustituir, al resentimiento de sentirse menos amado. Nace cuando nos atrevemos a mirar la herida y transformarla en deseo de encuentro.

Recalcati concluye que heredar la vida no es repetir la muerte ni las viejas rivalidades, sino transmitir el deseo de seguir creando vínculos. Fraternidad no es repetir la sangre, sino elegir la apertura. En tiempos donde la polarización vuelve a dividir familias, comunidades y pueblos, su mensaje suena simple pero radical: solo existe humanidad cuando aceptamos el Dos. Cuando dejamos que el otro viva, también nosotros respiramos mejor.

Dios nos hizo diferentes para que podamos amarnos

Xabier Segura Echezárraga

Las diferencias personales, incluso los defectos humanos, están pensados por Dios para poder vivir un amor verdadero. Es una intuición central de Francesc Casanovas.

No se trata, evidentemente, de un amor sentimental, puramente emocional y pasajero, con el que hoy parece identificarse la experiencia del amor humano. Los amores centrados en las emociones y los sentimientos están sometidos a vaivenes temporales y suelen conllevar situaciones dramáticas y, a veces, trágicas. Nuestro tiempo da pruebas evidentes de la fragilidad de las relaciones humanas y la dificultad de compromisos estables.

Francesc no se refería al amor sentimental, sino a algo mucho más profundo. En otra ocasión había dicho que el “enamoramiento” tiene una base biológica y hormonal al servicio de la supervivencia de la especie humana. Se trataría de un simple recurso de la especie para perpetuarse. Una pulsión sexual intensa responde al “instinto de supervivencia” de la especie del «homo sapiens».

Pero ahora hablaba de algo más. Se trataba del amor de Dios, como vocación y llamada para los seres humanos. También la naturaleza humana, la biología y todas sus dinámicas, están al servicio del plan de Dios, que no es otra cosa que una historia de amor, un plan de salvación para la humanidad.

Uno de los principios de la antropología teológica es que la gracia supone la naturaleza. Partimos de la base natural y encontramos la plenitud en la gracia divina. Esto ocurre -también- en la experiencia del amor humano y cristiano. La experiencia humana del amor, como base biológica y hormonal, está al servicio de que el hombre reciba el impulso amoroso y llegue a realizarse en el amor de Dios, por medio de la gracia. Eros y ágape no se contraponen, sino que el primero está en busca del segundo, para encontrar su plenitud. El papa Benedicto XVI lo expresa con sus propias palabras en la encíclica Deus Caritas Est.

El 16 de febrero de 1989, en una reunión familiar con la comunidad del Seminario del Pueblo de Dios en Camprodon (Girona), Francesc Casanovas —fundador de la misma— compartió una breve pero intensa reflexión, inspirada en una cita de Santa Catalina de Siena. Aquella intervención giraba en torno a una intuición luminosa: la diversidad humana y las imperfecciones individuales no son un defecto del plan de Dios, sino su manera de enseñarnos a amar. Santa Catalina de Siena, en su Diálogo con Jesús, escuchó estas palabras:

«Todos estos dones, todas estas virtudes gratuitamente dadas, todos estos bienes espirituales y corporales —o sea, necesarios en la vida del hombre— los he distribuido con tal diversidad, y no los he puesto todos en uno mismo, a fin de que os veáis obligados a ejercitar la caridad los unos con los otros. Bien podía dotarlos, a los hombres, de todo lo que les era necesario, tanto para el alma como para el cuerpo, pero quise que uno tuviese necesidad del otro, y fuesen ministros míos en la administración de las gracias y de los dones que de mí han recibido. Quiera o no quiera el hombre, se ve precisado a ejercer la caridad con su prójimo; aunque si no la ejercita por amor a mí, no tiene aquel acto ningún valor sobrenatural.

Puedes ver, por tanto, que los constituyo ministros míos —a los hombres—, y los pongo en situaciones distintas y en grados diversos, a fin de que ejerciten la virtud de la caridad. Esto os demuestra que en mi casa hay muchas moradas, y que yo nada quiero más que amor. En el amor a mí se contiene el amor al prójimo. Y quien ama al prójimo observa toda la Ley. Quien se siente ligado por este amor, si, según su estado, puede hacer algo de utilidad, lo hace.»

Casanovas comentó este texto con su tono sencillo y provocador, destacando la actualidad de la enseñanza de Catalina. Ella —recordó— “no era una mujer instruida, quizá apenas sabía leer o escribir, pero tenía la cultura del amor”. Y añadió que “quien vive la caridad se cultiva”, porque la verdadera cultura no es acumulación de saber, sino apertura al otro. Desde ahí, desarrolló una idea central para la vida comunitaria: Dios ha querido que seamos distintos, con virtudes y defectos, con dones y límites diversos, “porque lo que más le interesa es que nos amemos”. La diversidad es un invento divino, decía, para que nadie pueda vivir solo ni creer que se basta a sí mismo. Solo desde la caridad —no desde la afinidad ni el temperamento— puede mantenerse una comunidad verdaderamente cristiana.

Francesc concluía recordando que incluso las diferencias que más nos incomodan son ocasión de amor: “vosotros estáis aquí para amaros, no para juzgaros”. Y remataba con la advertencia de Jesús: Dios concede cosas buenas como un padre hace con sus hijos, pero no nos da aquello que pedimos por comodidad. Pedir que desaparezca la cruz o el hermano difícil no es propio del amor, sino del egoísmo. Todo es una pedagogía de Dios con los seres humanos, para que no seamos egocéntricos, aprendamos a amar con el amor de Dios, y así lleguemos a experimentar la vida de unidad entre los hombres, imagen de la comunión divina, que es la vida trinitaria.

Esta homilía, sencilla y viva, encierra una sabiduría todavía fresca. En ella se transparenta una pedagogía divina: la diversidad como condición para la comunión. Francesc Casanovas dejó infinidad de reflexiones a lo largo de su vida comentando temas bíblicos y de espiritualidad clásica y moderna. Muchos pensamientos de este estilo —testimonios de fe, intuiciones comunitarias y enseñanzas espirituales— se conservan hoy en los archivos del Seminario del Pueblo de Dios, custodiados por la Fundació Mentalitat Nova de Puigcerdà. Unos contenidos de gran interés para comprender una experiencia eclesial y humana original, que esperamos sean cada vez más accesibles, al alcance de todos.  

La Iglesia, llamada a ser familia

Xabier Segura Echezárraga

El 24 de junio de 1988, en una intervención a finales del curso 1987-1988 en la Casa Diocesana de Espiritualidad de Betxí (Castellón), Francesc Casanovas ofrecía una síntesis que sigue siendo tremendamente actual para nuestra manera de entender la Iglesia.
Sus palabras, nacidas de la experiencia vivida en el Seminario del Pueblo de Dios, nos invitan a mirar con profundidad lo que somos y lo que estamos llamados a ser.

“Nosotros no somos un instituto, ni siquiera una comunidad eclesial sin más. Somos, sobre todo, una familia cristiana. La característica fundamental de la Iglesia primitiva era precisamente esa: dejar padre y madre, dejarlo todo para seguir a Jesús formando una familia con Él. Esta es nuestra vocación”.

Este enfoque rompe con dos reduccionismos que a menudo marcan la reflexión sobre la Iglesia:

  • La visión jerárquica: verdadera en cuanto orden y servicio, pero incompleta si no se entiende que la autoridad en la Iglesia se vive como la de un padre que cuida a su familia.
  • La visión democrática: igualmente verdadera en su deseo de participación, pero falseada si se olvida que la Iglesia no es una simple asamblea de votos, sino un cuerpo vivo guiado por el Espíritu.

La propuesta que surge de este mensaje es clara: volver a la intención original de Dios para su Iglesia, que es ser una familia. Una familia donde Jesús está en medio, donde se comparte la vida y los bienes, donde cada uno crece según su personalidad y sus dones.

En este sentido, Casanovas recuerda que Jesús habla más de cien veces del Reino de Dios en el Evangelio, y apenas dos de la palabra “Iglesia”. Porque la verdadera finalidad es vivir con mentalidad nueva, es decir, con la lógica del Reino: comunión, servicio, unidad, caridad.

Esta visión no es un simple ideal espiritual; es un llamado concreto a revisar nuestras estructuras, nuestras relaciones y nuestra manera de vivir la fe en comunidad.

¿No es este el momento de preguntarnos si nuestras parroquias, grupos o movimientos reflejan más una institución o una familia viva donde todos se sienten acogidos, valorados y enviados?

Aunque la comunidad del Seminario del Pueblo de Dios fue disuelta en el año 2017, su propuesta es plenamente actual y sigue resonando como una invitación universal urgente para todos los cristianos de todas las épocas: no construir otra organización, sino revivir la experiencia fundacional de la Iglesia, ser familia en torno a Jesús.

La espiritualidad como solución a la crisis actual

Xabier Segura Echezárraga

Esta entrada está inspirada en el libro Espiritualizarse de Rafael Domingo Osle y Gonzalo Rodríguez Fraile. No sustituye la lectura del libro, muy aconsejable.

1. Introducción: el ser humano en crisis

Vivimos un cambio de época que está poniendo a prueba los fundamentos de nuestra civilización. La cultura occidental, centrada durante siglos en el progreso técnico, la autonomía individual y la razón científica, muestra hoy señales de agotamiento. La crisis no es solo económica, política o ecológica: es, sobre todo, una crisis antropológica. Hemos perdido el norte sobre lo que significa ser verdaderamente humanos.

El individuo contemporáneo, rodeado de información y estímulos, sufre una desconexión profunda: de sí mismo, de los demás y del sentido trascendente de la vida. El egoísmo, la ansiedad, la polarización social y la falta de propósito no son solo síntomas personales, sino colectivos. En este contexto, el libro Espiritualizarse ofrece una propuesta audaz y necesaria: recuperar la espiritualidad como dimensión esencial del ser humano, no como huida del mundo, sino como camino hacia una vida plena, libre, consciente y reconciliada.


2. Espiritualidad: el núcleo de la condición humana

Los autores parten de una idea clave: el ser humano es un ser multidimensional. No somos solo cuerpo, ni solo mente, ni solo emociones: somos también consciencia, alma, apertura al misterio. La espiritualidad no es patrimonio de las religiones —aunque puede vivirse en ellas—, sino la dimensión profunda del ser humano que le permite trascender el ego, abrirse al amor incondicional y vivir con sentido.

Espiritualizarse significa aprender a vivir desde el alma, es decir, desde una mirada integradora, lúcida y compasiva. Implica trascender los automatismos del ego —la necesidad de tener razón, el miedo, el control, la ambición— para descubrir una paz interior que nace de ver la realidad con otros ojos. Esta transformación personal no es individualismo espiritual, sino el principio de una revolución silenciosa que puede regenerar la sociedad desde dentro.


3. El individualismo moderno: raíz de muchos males

Uno de los diagnósticos más profundos del libro es la crítica al egocentrismo moderno. En nombre de la libertad individual, hemos construido un mundo donde prima el “yo” frente al “nosotros”, donde la identidad se absolutiza y las relaciones se instrumentan. Este modelo ha generado enormes tensiones sociales: soledad, violencia, insatisfacción crónica, conflictos políticos y familiares, pérdida del sentido comunitario.

Los grandes conflictos actuales (familiares, culturales, religiosos, políticos) tienen una raíz común: el ego. El ego es la estructura mental que nos separa de los demás y de nuestra propia verdad. Espiritualizarse significa gestionar este ego, no eliminarlo, pero sí situarlo en su lugar, al servicio del alma. Solo desde esa transformación interior es posible construir una cultura de la paz, de la escucha y de la fraternidad.


4. Recuperar valores espirituales para una nueva humanidad

El libro propone una lista rica de valores espirituales que deben ser recuperados como antídotos ante el vacío existencial contemporáneo: paz interior, humildad, solidaridad, servicio, desprendimiento, silencio, contemplación, meditación. No se trata de moralismos ni de recetas mágicas, sino de caminos concretos para cultivar la profundidad en medio del ruido, la interioridad en medio del exteriorismo, la serenidad en medio del caos.

Uno de los aportes más originales es el énfasis en la gestión espiritual de los conflictos, tanto personales como sociales. La espiritualidad auténtica no evade el conflicto: lo ilumina. No elimina el dolor: lo redime. Desde esta perspectiva, incluso las grandes problemáticas sociales (violencia, migraciones, polarización política, conflictos religiosos o tecnológicos como la IA) pueden ser abordadas con un nuevo nivel de consciencia que trascienda el odio, el miedo o la división.


5. Una espiritualidad para todos: personal, universal y transformadora

Lo más notable del enfoque de Espiritualizarse es su carácter inclusivo y no dogmático. Esta espiritualidad no exige creer en una doctrina concreta, sino abrirse a una experiencia: la de vivir desde un centro más profundo, conectado con el todo, con los demás y con el sentido. Espiritualizarse no es alejarse del mundo, sino transformarlo desde dentro. No es huir de los conflictos, sino abordarlos desde un nuevo nivel de conciencia.

Hoy, más que nunca, necesitamos personas que encarnen esta espiritualidad madura: seres humanos libres del miedo y el resentimiento, comprometidos con el bien común, pacificadores, humildes, lúcidos. Frente a las nuevas idolatrías del consumo, del poder o del relativismo, urge redescubrir la dimensión espiritual del ser humano como motor de una nueva civilización.


6. Conclusión: espiritualizarse es humanizarse

En tiempos de crisis global, el camino hacia una humanidad reconciliada no vendrá solo por la política, la economía o la tecnología, sino por una transformación interior colectiva. Espiritualizarse es una invitación a este camino: una propuesta realista y esperanzadora para recuperar el alma en un mundo que la ha olvidado.

La espiritualidad, bien entendida, es la mejor vacuna contra el nihilismo, el fanatismo y el egocentrismo. Es también el cimiento de una nueva cultura de la convivencia, donde la libertad, la igualdad y la fraternidad no sean lemas vacíos, sino expresiones vivas de una humanidad que, al mirar dentro de sí, redescubre su vocación de amor, de paz y de plenitud.

Adolescencia: el grito silenciado de una generación

Xabier Segura Echezárraga

A veces el arte, incluso el producido por la industria del entretenimiento, se convierte en espejo incómodo de nuestros tiempos. Así ocurre con la serie británica Adolescencia, una producción de Netflix que, al igual que hiciera Black Mirror en su momento, lanza una mirada penetrante sobre los abismos contemporáneos. En este caso, no se trata del futuro tecnológico, sino de un presente cada vez más frágil: el de nuestros niños y jóvenes, criados en el torbellino de las pantallas, el ruido emocional y el vacío espiritual.

Desde el punto de vista formal, Adolescencia es notable: cuatro episodios, cada uno contado mediante una sola toma continua, aportan una experiencia inmersiva que ahonda la sensación de vértigo. Pero lo que realmente conmueve no es la técnica, sino la historia: un drama social cargado de realismo y crudeza que no deja espacio para la indiferencia.

El centro del relato es Jamie Miller, un adolescente de apenas trece años cuya vida —y la de su comunidad— se ve sacudida por un crimen inesperado: el asesinato de una compañera de clase. A partir de este hecho brutal, la serie nos sumerge en un análisis inquietante de las fisuras que recorren la educación, la familia y el tejido social. El dolor que atraviesa cada escena no es solo el de los personajes, sino el de una sociedad entera que ha perdido el norte, incapaz de guiar a sus jóvenes hacia la verdad, la belleza y el bien.

Porque si algo retrata con precisión esta serie, es el colapso de los referentes. La educación, llamada a ser cuna del pensamiento crítico y de los valores sólidos, aparece como un sistema hueco, burocrático, despersonalizado. Los jóvenes —y Jamie es su símbolo más trágico— no encuentran en la escuela un refugio ni una brújula, sino una estructura que, en lugar de formar, desintegra. No hay narrativas consistentes, no hay maestros que enseñen desde la autoridad moral, no hay un horizonte que ofrezca sentido.

Y a esta orfandad institucional se suma otra más íntima: la del hogar. Padres ausentes o desbordados, educadores impotentes, psicólogos desconectados. Los adultos, que deberían ser guías, aparecen como figuras desdibujadas, atrapadas también en sus propias inseguridades y rutinas vacías. El adolescente queda así entregado a una libertad sin verdad, a una autonomía que es más bien abandono. En Adolescencia, el grito silencioso de los jóvenes resuena en el vacío de una cultura que ha roto los vínculos entre generaciones.

Pero no es solo la familia ni la escuela. Es también —y de forma quizá más devastadora— el entorno cultural, ese magma de imágenes, consignas y emociones prefabricadas que se impone a través de las redes sociales y los medios digitales. Allí, donde los adolescentes buscan validación y pertenencia, solo encuentran una jungla de expectativas superficiales, de estímulos constantes y relaciones efímeras. El alma juvenil, aún en formación, se ve arrojada a un campo de batalla donde se libran guerras invisibles por la identidad, el cuerpo, el sentido.

La soledad —tema recurrente en la serie— no es solo un malestar psicológico: es una categoría espiritual. Es la expresión de un mundo que ha sustituido la comunión por la conexión, la verdad por la opinión, la formación por el espectáculo. Jamie no está solo porque no haya gente a su alrededor. Está solo porque nadie lo ve, porque nadie sabe decirle quién es ni qué puede llegar a ser. Esa es la verdadera tragedia: una generación rodeada de estímulos, pero hambrienta de significado.

Adolescencia no pretende ofrecer respuestas fáciles. Su mérito radica en plantear las preguntas incómodas que muchos prefieren ignorar. ¿Qué clase de sociedad hemos construido, donde los jóvenes matan —literal o simbólicamente— como forma de gritar su desesperación? ¿Qué responsabilidad tenemos los adultos ante esta cultura del nihilismo disfrazado de libertad? ¿Cómo recuperar la esperanza en medio del colapso educativo y afectivo?

Esta serie, inspirada en casos reales, actúa como espejo y como denuncia. Nos recuerda que el progreso tecnológico, sin una antropología sólida que lo oriente, no es más que una maquinaria vacía. Que sin vínculos humanos auténticos, la digitalización de la vida acaba generando seres desconectados de sí mismos. Que una sociedad que renuncia a transmitir el sentido de la existencia está condenada a repetir tragedias.

Al finalizar Adolescencia, queda un regusto amargo, pero también una oportunidad: la de redescubrir el valor del acompañamiento, del testimonio adulto, de la comunidad que educa. Estamos ante una llamada urgente a rehumanizar la adolescencia, a rescatarla del ruido y del vacío, a devolverle su dignidad con propuestas formativas integrales que abracen el cuerpo, la mente y el alma.

En un mundo donde la post-verdad amenaza con anular toda referencia, esta serie nos recuerda que todavía es posible —y necesario— reconstruir la verdad desde la compasión, la escucha y la presencia. Solo así evitaremos que el grito de nuestros jóvenes se ahogue en el silencio de una sociedad indiferente.

El combate espiritual en tiempos de la post-verdad

Xabier Segura Echezárraga

Decía el anciano del pueblo que la humanidad necesita, cada cierto tiempo, una guerra, para llegar a “espabilar”.  Se atribuye al escritor G. Michael Hopt, en su novela apocalíptica «Those Who Remain» (2016) una cita que se ha hecho famosa:

«Los tiempos difíciles crean hombres fuertes; los hombres fuertes crean buenos tiempos; los buenos tiempos crean hombres débiles; los hombres débiles crean tiempos difíciles».

¿Quién puede dudar de que esta cita no esconde algo de verdad y mucho conocimiento del ser humano? Nos sugiere la oscilación de las sociedades en ciclos temporales de dificultades que forjan individuos resilientes que, a su vez, generan períodos de prosperidad, que fácilmente conducen a la complacencia y debilidad, lo que eventualmente provoca nuevos tiempos difíciles. ¿Acaso no hay algo de ello en la decadencia de las culturas, de los imperios y las civilizaciones? ¿No vemos los signos de esta realidad en nuestros tiempos actuales?

Esta cita la podríamos aplicar al mundo actual occidental y a la grave crisis que atraviesa. Después de una época de relativa paz tras las dos guerras mundiales del siglo pasado, el siglo XXI nos presenta un panorama preocupante. El cambio climático, la pandemia, las guerras de Ucrania y Palestina, etc. han desenmascarado las graves deficiencias de una sociedad occidental que se ha acomodado e infantilizado, y se ha vuelto fácilmente manipulable. Los síntomas son desalentadores: la mezquindad de los gobernantes actuales, la situación política crispada y tormentosa, el dominio de la tecnología en manos de unos pocos, la extensión de la desinformación y las fake news, etc. Es muy peligrosa la polarización fomentada por las redes sociales al servicio de unos intereses que han abandonado la hipocresía del «bien común» para trabajar de manera insolente y descarnada al servicio del egoísmo disfrazado de patriotismo o de puro egoísmo individualista.

¿Qué sentido y qué papel tiene el cristianismo, la experiencia cristiana, en este ambiente? Una vez terminado el período de la cristiandad, como ya anunciaba a finales del siglo XX J. Ratzinger, la Iglesia misma parece desorientada en su papel de acompañar la humanidad del tercer milenio. El papa Francisco ha intentado realizar algunas reformas pendientes en la Iglesia del concilio Vaticano II, luchando con enemigos internos y externos. Su legado, diferente y complementario a los papas anteriores, habrá de ser valorado con el paso del tiempo. Lo último que nos deja, quizás sea su testamento, es el sínodo sobre la sinodalidad y el reclamo de un nuevo estilo de iglesia menos clerical, más dialogante y acogedora, al servicio de la humanidad.

El papel de la Iglesia en el s. XXI nos lleva a pensar en los primeros tiempos del cristianismo. Los tres primeros siglos, en que los cristianos fueron una fuerza oculta, discreta, que iba trabajando a nivel de personas y de grupos, pero que carecía de relevancia y poder social en el Imperio romano. Sólo al final del Imperio y con su caída en Occidente, la Iglesia asume un papel social y político cada vez más relevante. Pero esos tiempos van declinando y la Iglesia pierde hoy poder e influencia social.

Más bien parece que la situación eclesial actual tiene que mirarse en el espejo de la Iglesia primitiva, y redescubrir las experiencias fundantes de los orígenes, que nos permiten intuir el camino humilde y fecundo de las primeras comunidades cristianas, cuyo eco encontramos en los Padres de la Iglesia. Lo importante hoy, en la Iglesia, no es recuperar el poder político y social, sino redescubrir las experiencias cristianas fundamentales para generar comunidades cristianas vivas que sean fermento en medio de la historia. El papa Francisco habla de que no hay que ocupar espacios, sino generar dinámicas. En ese camino, se descubre que la lucha del cristiano es interior y exterior, personal y comunitaria.

La vida cristiana no es un camino de comodidad o evasión, sino una lucha constante. Desde los primeros tiempos, los seguidores de Cristo han entendido que vivir en la fe implica un combate espiritual, una batalla que se libra, primeramente, en el corazón y en la mente, contra las tentaciones, el mal y las fuerzas que buscan alejarnos de Dios. Este combate no es un castigo ni una carga insoportable, sino parte del proceso de transformación espiritual. Así como un escultor trabaja el mármol con esfuerzo y precisión, Dios nos moldea a través de las dificultades para sacar lo mejor de nosotros. La lucha forma parte de nuestra purificación y crecimiento. Es un mensaje que se ha transmitido con claridad a lo largo de la historia de la Iglesia, aunque quizás hoy habría que insistir en la dimensión comunitaria de la fe.

En la historia de la Iglesia, desde los anacoretas del desierto hasta la vida monástica, vemos ejemplos de quienes han enfrentado este combate con valentía. Las tentaciones y ataques espirituales no son señales de abandono, sino pruebas que nos ayudan a fortalecer nuestra fe. Incluso los santos han experimentado fuertes batallas internas, y su madurez se gestó en este combate espiritual, basado en la fe confiada en Dios, que es puesta a prueba a lo largo de la vida. Jesús mismo fue tentado en el desierto, y en el Padrenuestro pedimos no caer en tentación. No pedimos a Dios ser eximidos de la tentación sino triunfar ante ella. Esto nos enseña que la vida espiritual requiere vigilancia. Quien tiene una vida espiritual débil siente más el peso de la tentación y vive angustiado por ella. En cambio, quien madura en la fe aprende a reconocer los ataques y a superarlos con serenidad. El espíritu del mal siempre busca atacar la unidad, la caridad y la paz interior. Sus armas son la división, el egoísmo y la distracción. Quienes no están preparados para la lucha pueden caer en el victimismo, la evasión o el aislamiento. Para salir victoriosos en esta lucha, hay tres pilares fundamentales, que deben ser vividos en comunidad:

  1. La oración, conducida por la esperanza. Es el diálogo constante con Dios, que nos fortalece y nos da luz para discernir el bien del mal.
  2. El estudio, guiado por la fe. Conocer la Palabra de Dios, los tesoros ocultos en la tradición cristiana, y el conocimiento de la ciencia actual. Todo ello, gracias al discernimiento, nos permite descubrir los engaños y mentiras que, a veces, se disfrazan con ropajes de falsas ideologías o pura hipocresía.
  3. El trabajo, iluminado por la caridad. Un esfuerzo constante por vivir en la verdad, en la caridad y en el servicio a los demás.

La fe camina en dos dimensiones: personal y comunitaria. El silencio interior, esencial para escuchar a Dios, y la experiencia de comunión en relación con otras personas, son experiencias cristianas fundamentales, en las que se va desarrollando el discernimiento personal para distinguir lo verdadero de lo falso, en una sociedad acostumbrada a fabricar falsas verdades comúnmente aceptadas con adornos emotivos y falacias aparentemente racionales que, a fuerza de repetición, se insertan en el imaginario social con los mecanismos de la manipulación. Si el cristiano no aprende a vivir en la búsqueda crítica de la verdad y en actitud de vigilancia ante cualquier tipo de manipulación, la vida cristiana se convierte en una tradición vacía, desconectada de nuestra realidad. El cristianismo, a nivel de folclore y tradiciones culturales, puede ser bien acogido en la sociedad moderna, pero el cristiano no debe perder nunca de vista la semilla divina que lleva en su seno, y que no debe ser ocultada ni deformada. No admite falsedad ni manipulación.

El mundo actual fomenta la comodidad, el infantilismo y la cultura del victimismo, en la que a menudo se busca un culpable externo para justificar la falta de responsabilidad personal ante los retos que la vida nos presenta. Pero el cristiano no está llamado a huir ni a evadir la lucha, sino a asumirla con valentía y determinación. La lucha espiritual no es el fin en sí mismo, sino el medio para alcanzar la paz verdadera y la unidad con Dios y con los hermanos de comunidad.

Solo quienes aceptan este combate pueden experimentar la alegría de la fe y la plenitud del Reino de Dios. Las noches y oscuridades de nuestro camino personal y comunitario no son tragedias, sino oportunidades para crecer y madurar en un tiempo de gracia y de renovación en medio de la historia. El combate espiritual es una experiencia fundamental para asumir la madurez humana necesaria en todas las épocas y en todas las culturas. Se trata siempre de una experiencia personal, pero que necesita encontrar el ambiente adecuado de una comunidad para desarrollarse en plenitud. Para los cristianos, la Iglesia es el espacio que enmarca esta dimensión personal y comunitaria, que nos capacita para llegar a ser luz del mundo: una luz puesta encima de la mesa para alumbrar los caminos de la humanidad.