La insoportable levedad del ser

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Así se titulaba una famosa novela de Milan Kundera que nos describía del vacío en el que muchas personas de nuestro tiempo van recorriendo los caminos de sus vidas. Nietzsche nos anunció la muerte de Dios, pero la voluntad de poder y el superhombre que había de guiar al hombre no surgen por ningún lado, y hoy parece que muchos caminan desorientados, sin saber a dónde van. Nos asusta tomar conciencia de nuestra fragilidad en un mundo cambiante, lleno de retos y conflictos. La pandemia nos ha enfrentado con nosotros mismos y nos ha hecho descubrir un vacío que intentamos llenar, y cuesta conseguirlo.

Una charla famosa de TED, con más de 50 millones de visualizaciones en Youtube se titula: El poder de la vulnerabilidad, de Brené Brown. Su contenido va en la línea de mostrar la importancia de aceptar nuestra debilidad para poder crecer humanamente, a nivel personal y social. El ser humano, a diferencia de los animales, nace totalmente vulnerable, y necesita años para poder valerse por sí mismo. Esta deficiencia es, al mismo tiempo, la causa de su grandeza y su inmenso potencial de crecimiento, porque le permite ir interaccionando con otros seres humanos en un proceso de aprendizaje que no tiene comparación con ningún otro ser vivo.

El crecimiento humano asume la base de naturaleza animal, pero va más allá con el desarrollo de la racionalidad, una capacidad ambigua que puede usarse muy diversamente. El hombre es un ser racional, pero su razón puede ser usada para bien o para mal, y siempre está en busca de significado, de sentido. Todas las acciones humanas necesitan un sentido. Así aparecen la ética y la moral como dimensiones humanas fundamentales.

Pero el ser humano tiene una identidad personal y social que se va construyendo en comunidad. Necesita situarse en un grupo, formar parte de un colectivo, inscribirse en una historia, unirse a algo más grande que uno mismo. Somos seres narrativos, que nos vamos construyendo biográficamente en una historia con sentido. Decía Víctor Frankl que el hombre es un ser en busca de sentido. Y el sentido viene dado por el conocimiento de la realidad y por la relación con los demás. Así se construye nuestra propia historia, que es una relación con nosotros mismos, con el mundo, con los demás. Necesitamos apegos afectivos, vínculos de amor y de admiración, modelos, héroes, ídolos o dioses que nos orienten y acompañen, y a los que acompañar. En relación con ellos construimos nuestra propia identidad. Y por eso nos gustan las historias: los cuentos desde niños nos presentan horizontes vitales con retos y peligros, en los que entramos, jugando. Imaginamos futuros posibles en los que vamos intuyendo nuestros sueños y la realización de nuestros anhelos. Con el paso de los años la vida nos hace aterrizar y valoramos más los detalles cotidianos, los gestos humanos, la gratuidad.

La madurez es descubrir en la realidad que nos toca vivir la realización posible de aquello que habíamos soñado. De una forma distinta, pero quizás más real. El pensamiento y la imaginación abren caminos y posibilidades que hay que contemplar, pero sólo madura quien sabe encarnar sus deseos en la vida real, asumiendo el aprendizaje necesario que comporta etapas de sufrimiento y desierto. Quien no acepta la realidad vive engañado o decepcionado, se cierra en sí mismo culpando a otros, o se acostumbra a vivir en el engaño y la mediocridad. La madurez no es otra cosa que realizar nuestros sueños en la realidad, asumiendo el proceso biográfico que nos va purificando y nos prepara para asumir como gracia y como regalo (de un modo inesperado) todo aquello que pensábamos que podríamos conseguir con nuestras propias fuerzas. La madurez es sustituir nuestros sueños infantiles coloreados de ingenuidad y omnipotencia con aquello que la vida nos presenta y descubrir allí una vida con sentido, con nuestra libertad. También descubrimos la huella de nuestras propias elecciones erróneas, fracasos y equivocaciones. Solamente la honradez y coherencia personal puede recorrer este camino. No importan tanto las debilidades y pecados, cuando persiste la voluntad personal de buscar la verdad y el bien en medio de cualquier situación y circunstancia que uno pueda encontrar.

Necesitamos historias que den sentido a nuestra vida. Si nuestra propia historia carece de riqueza y profundidad necesitamos sumergirnos en otras historias. Y por eso la gente puede pasar horas contemplando los relatos de vidas ajenas, de famosos en cuyas vidas identificamos nuestros anhelos y fatigas o historias de superhéroes donde nos atrae aquella grandeza que intuye nuestro interior pero que la realidad esconde. Y precisamos de la cultura, la literatura, las películas… con las historias de quienes vivieron o fueron imaginados, sumergiéndonos en sus pasiones y fracasos, alegrías y decepciones, dramas y aventuras.

En otros tiempos ayudaba insertar las propias vidas en una Historia de Salvación, donde Dios se hacía presente y nos convocaba y enviaba a una misión. Hoy mucha gente ha perdido esa referencia, pero el anhelo persiste con nuevas formas de espiritualidad o sucedáneos. Algunos navegan perdidos, otros encuentran nuevos ídolos o modelos para seguir o imitar: actores, deportistas, científicos, youtubers, etc. Y los medios de comunicación y las plataformas audiovisuales nos inundan con infinidad de historias, adaptadas a nuestros gustos y necesidades, incluyendo a discreción fantasía, romanticismo, violencia o dramatismo, sexo o ternura, venganza o redención. Pronto la IA (inteligencia artificial) nos va a dar la posibilidad de insertarnos, gracias a la realidad virtual, en aquellas historias diseñadas a nuestra medida, con nuestros propios gustos y necesidades. Y todo aquello que nos gustaría experimentar y no podemos realizar en el mundo real será posible en nuestra propia historia creada artificialmente y de ficción: allí podremos ser héroes, campeones, deportistas, asesinos, machos alfa o depredadores sexuales sin ningún problema. ¿Seremos más humanos? Probablemente no. Algunos lo usarán para progresar en su humanidad y otros para alejarse de ella. La tecnología es positiva pero sólo será buena si se promueve con criterios verdaderamente humanizadores.

La gran tentación actual es que la mayoría de la gente viva en el engaño y la mentira, historias de ficción creadas para distraer y consolar a las masas y evitar que no haya conflictos sociales. Un nuevo opio del pueblo. Y mientras la verdadera historia de la humanidad la escriben unos pocos, la mayoría se conforma con poder participar en unas vidas con sentido diseñadas por otros. Sumergirnos en historias atrayentes (aunque sean falsas) adaptadas a nuestros gustos y necesidades subjetivos, que han sido desvelados por los mecanismos de seguimiento y detección de conductas que se van incorporando a los elementos tecnológicos que usamos diariamente y que nos van escaneando, sin que nos demos cuenta.

Hoy es más importante que nunca la educación. Formar a personas maduras para que sepan elegir, discernir, favorecer el bien y los valores humanos, superar la fragilidad para edificar una sociedad más justa y solidaria. Aprender a vivir la vida, vivir historias reales, no conformarnos con historias de ficción con las que quieren aletargarnos.

Es necesario promover un auténtico humanismo que aspire a salvar los verdaderos valores humanos y a defender lo auténtico en su ser y su conducta, ya que el ser humano corre peligro de convertirse en una marioneta de sonrisa forzada y artificial, movida por intereses ocultos: engañados, pero contentos.

El peligro de las grandes ideas

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Ni los intelectuales son malos ni las ideas tienen por qué ser trágicas. Pero aquí vamos a centrarnos en un problema grave de la cultura y de la sociedad: absolutizar las ideas y dejarnos deslumbrar por ellas, idealizando a algunos intelectuales.

Es cierto que las ideas mueven el mundo, pero a veces lo empujan hacia el abismo. Cuando se absolutizan ideas, aparentemente buenas, podemos perder el contacto con la realidad y caminar hacia el desastre. Las ideologías son un peligro cuando falta el contraste y el discernimiento, y se olvida la finalidad última de la persona humana y su dignidad.

Podríamos poner muchos ejemplos, pero elegiremos sólo uno. Karl Marx ha sido una figura cuyas ideas han influido en millones de personas a lo largo de la historia, promoviendo rebeliones y revueltas que han transformado el planeta:

“¡Proletarios del mundo, uníos!” Y así lo hicieron en algunos países del mundo, buscando superar las injusticias: ¡qué gran idea!

Durante más de medio siglo la mitad de la humanidad estuvo gobernada por regímenes inspirados en ideas marxistas. Hoy en día, los únicos países que mantienen su herencia progresan en la medida que abandonan muchas intuiciones originales de Marx. China es el mejor ejemplo de un país presuntamente comunista que ha triunfado aceptando el juego del capitalismo y manteniendo la estructura política autoritaria y el control de los ciudadanos.

Pero Marx, que guio la vida y el destino de tantos trabajadores, no trabajó nunca manualmente. Fue un intelectual. Pudo ir viviendo sin trabajar, gracias al patrimonio de su familia y después de su mujer (cuyo nombre apenas nadie conoce: se llamaba Jenny von Westphalen). Difundió sus obras gracias a diversos amigos colaboradores suyos, como Friedrich Engels. Y vivió de manera desahogada, con aquel estilo burgués que tanto despreciaba: con criadas, acumulando deudas, despilfarrando dinero, con mucho alcohol y una vida licenciosa. Aunque crecían sus apuros económicos no dejó nunca de visitar los mejores balnearios y de mandar a sus hijas a los mejores profesores de Londres. El defensor de las clases maltratadas tuvo toda la vida como sirvienta a Helene Demuth, sin pagarle nada, y la dejó embarazada, atribuyendo el hijo a su amigo Engels. Teniendo a su mujer enferma, intentó abusar de una sobrina. Tuvo siete hijos reconocidos con su mujer, de los cuales sobrevivieron solo tres hijas, dos de las cuales se suicidaron.

Marx es un caso extremo, pero no deja de ser significativo. Se trata de datos poco conocidos sobre el autor del Manifiesto Comunista, cuyas ideas sedujeron a muchos intelectuales y cambiaron la vida de millones de personas. El resultado del comunismo, tras muchos años de aplicación de sus doctrinas, fue la muerte de millones de personas, sacrificadas para conseguir la realización de una gran idea. La dictadura del proletariado resultó ser un camino de destrucción, no el progreso imaginado hacia el paraíso comunista. La idea parecía buena, pero resultó trágica en Rusia, China, Vietnam, Camboya, etc.

¡Qué peligrosas pueden llegar a ser las doctrinas de intelectuales que no tienen experiencia de lo que hablan! Hacen elucubraciones abstractas que pueden seducir con el atractivo de sus explicaciones falaces. Ya Sócrates advirtió del peligro de los sofistas, que construyen discursos bellos y engañosos que se alejan de la verdad, pero cautivan a los oyentes con el ingenio de las palabras y el artificio de las argumentaciones.

El peligro de dejarse deslumbrar por grandes ideas no es exclusivo del comunismo, sino que se extiende a otras tendencias políticas y sociales y a todos los ámbitos de la realidad. También el nazismo tuvo un líder populista que se convirtió en un dictador sanguinario que tuvo muchos seguidores con un proyecto nacionalista de grandes ideas de progreso y de esplendor.

Todas las ideologías son peligrosas cuando absolutizan doctrinas y olvidan a las personas, que pasan a ser piezas reemplazables del gran mecanismo de la historia, movido por grandes líderes presentados como visionarios, pero que no son más que personajes egocéntricos y megalómanos.

No sólo en la política, también en lo social y en la religión. ¡Cuántos disparates se han cometido y se pueden cometer en nombre de la imagen que uno tiene de Dios! Incluso el cristianismo, convertido en ideología dominante, puede ser peligroso, cuando en función de promover las ideas cristianas se alía con el poder y llega a olvidar la dignidad de las personas concretas y reales que existen verdaderamente y a las que Jesucristo se dirigía para invitarlos al Reino de Dios. El Reino de Dios no es una idea, sino una realidad ya presente, de manera misteriosa, en el mundo.

Pero las ideas mueven el mundo, por eso es tan importante saber distinguirlas y contrastarlas con criterios de verdad y de bondad. La referencia es siempre la persona humana. Aquello que promueve el bien y la dignidad de la persona es bueno. Bondad y verdad aquí se identifican. La persona humana, con todo su contexto biográfico, ambiental y social, local y planetario, constituye la referencia fundamental e irreductible. La persona con todo su mundo es el núcleo fundamental de la cultura y de la civilización auténticamente humana.

Hay que evitar la tentación de querer edificar una cultura con ideas e ideologías que no estén contrastadas con la experiencia. Es la experiencia humana la que revela la verdad o falsedad de las ideas, y sólo con ella se puede ir edificando una civilización respetuosa con la dignidad personal y promotora de justicia y solidaridad. Descubriendo la coherencia de las ideas y la vida -y cómo una vez aplicadas éstas producen los efectos deseados en la realidad-, sabemos que vamos por el buen camino. También comprobamos la verdad de las ideas cuando las vemos encarnadas en aquellos que las predican. Y esto sirve para todo tipo de líderes: sociales, culturales, artistas, políticos o religiosos.

Hoy el mundo está lleno de ideas muy variadas y contradictorias, discursos innumerables y relatos múltiples. Cuando las ideas pasan por encima de las personas concretas y reales hay que desconfiar de ellas. Conviene descubrir y comprobar primero cómo y dónde todo esto se convierte en realidad. El paso de la idea a la experiencia nos muestra su coherencia y su verdadero contenido de verdad y de bondad, en relación con el único valor absoluto e irreductible: la persona humana y su dignidad.

Un verdadero drama en la Iglesia católica

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Uno de los mayores dramas que tenemos los cristianos en la Iglesia católica es un absoluto desconocimiento de la Biblia como palabra de Dios. Pocas cosas hacen más daño que este alejamiento de aquello que debería ser la fuente principal de nuestra fe religiosa: la Revelación. Quizás esta distancia fue influida por una reacción a la Reforma protestante de Lutero, que proclamaba la primacía fundamental de la Escritura. Como efecto colateral de la defensa católica de la Tradición se ha olvidado la importancia de la Biblia. Se subrayaron los peligros de comprender erróneamente los textos bíblicos y se dificultó su lectura. A Fray Luis de León le encarcelaron por traducir al castellano el Cantar de los Cantares.

En tiempos de pandemia se han multiplicado las prácticas de meditación a lo largo del mundo. ¿Por qué no han crecido exponencialmente los grupos de meditación y contemplación cristiana, en unos momentos tan adecuados para ello? Porque la Biblia hoy, desgraciadamente, está lejos de la vida de los bautizados. Hoy la gente necesita actualizarse continuamente en su ejercicio profesional, porque los conocimientos científicos progresan de manera muy rápida, pero en cambio, la mayoría de los cristianos solo tienen vagas ideas de la Biblia y de la fe, que aprendieron de pequeños y que no han actualizado. Aunque ha habido un gran progreso en la interpretación y la hermenéutica bíblica, no ha llegado a la gente. Y se va perdiendo la raíz judeo-cristiana como base cultural en su contenido profundo.

El distanciamiento de la Biblia complica mucho el progreso personal y comunitario eclesial ante los nuevos retos del mundo actual. Se ha dejado en manos de especialistas, cuando es algo que pertenece a todo el pueblo de Dios. Desconocer la Biblia ha tenido un efecto terrible en el cristianismo, que ha pasado a depender de las devociones sentimentales y de costumbres adquiridas, dejando a los cristianos de a pie desprotegidos y sometidos al clericalismo. A medida que la sociedad se ha desvinculado de la religión y la cultura se seculariza se abandonan estas tradiciones, y se sustituyen por otras ideas no cristianas. Y es significativo que muchos bautizados no lo echan en falta. A menudo quedan los resabios de las devociones o formas religiosas mezcladas con supersticiones.

Convertido el cristianismo en unas tradiciones recibidas y costumbres antiguas, no resiste el embate de las nuevas ideas o influencias. Al no profundizar en las propias fuentes para conectar la doctrina con la vida de las personas, no sabemos responder desde la propia identidad. Faltan dos elementos fundamentales: la palabra de Dios que nos comunica la sabiduría divina, y la comunidad cristiana que nos proporciona el ambiente familiar donde aprendemos a vivirla.

Cuando el cristianismo deja de ser una experiencia de Dios y se convierte en un conjunto de ideas y costumbres, puede ser fácilmente sustituido por otro grupo de ideas y costumbres distintas. Y se diluye la Iglesia como espacio familiar para un encuentro con Dios, y el vago sentimiento eclesial de identidad sociológica desaparece. Y la gente empieza a buscar verdad y plenitud humana en otros sitios, en otras doctrinas, en otras personas. Y surgen las idolatrías. Precisamente la motivación esencial de la Biblia es luchar contra las idolatrías, mostrando los caminos para liberarnos de ellas. ¿Pero cómo vamos a descubrirlo, si nadie nos lo enseña? Es lo que dijo el eunuco de Candace al apóstol Felipe (cf. Hech 8, 27ss). El mayor enemigo del hombre es la idolatría, porque nos empuja a buscar la felicidad donde no está. Es la misma historia de siempre, de ayer, hoy y mañana. En las historias de la Biblia están nuestras propias historias, en sus personajes estamos reflejados nosotros mismos.

La saga de los libros de Harry Potter nos habla de unos libros de magia que despiertan los poderes extraordinarios de los seres humanos, y escuelas donde uno aprende a desarrollar dichas facultades hasta su máximo potencial. Se trata de fábulas de ficción, pero que responden a arquetipos profundos que tenemos los humanos y que nos hacen mirar más allá de la rutina para descubrir horizontes de grandeza y sabidurías ocultas que se desvelan a quienes buscan la verdad con sinceridad. Todo ello está en el corazón del hombre, y el cristianismo revela esta grandeza anhelada como aquella filiación divina a la que estamos llamados y en la que se realiza la imagen divina impresa en cada uno de nosotros. Lo que en aquella saga literaria son ficciones inventadas, en la Biblia puede realizarse como experiencia actual. Esto es lo que la Biblia nos ofrece.

Es difícil la renovación de la Iglesia si faltan espacios de oración, de conocimiento bíblico y de experiencia cristiana. La comunidad eclesial tiene la misión de explicar ese mensaje y enseñar a vivirlo. Cuando encontramos comunidades vivas que saben escuchar y acoger la Palabra de Dios, la Biblia se convierte en un libro extraordinario, el más extraordinario de los libros. Un libro que es la puerta hacia el misterio de Dios y que nos revela el misterio de cada uno de nosotros. Y descubrimos la Iglesia con su rostro verdadero, como un pequeño rebaño que da luz a la humanidad.

El gran drama de la Iglesia en Europa es que disminuyen las referencias o evocaciones culturales cristianas y el vacío dejado por esta tradición es suplido por la ciencia, espiritualidades diversas, actividades culturales, organizaciones altruistas y métodos orientales… Y ¿cómo no? Por las plataformas audiovisuales que llenan nuestro tiempo de ocio con distracciones diseñadas según nuestros gustos individuales.

Hay que ofrecer los elementos necesarios que capaciten a las personas para comprender y vivir el mensaje de la Palabra de Dios, que incluye la Biblia y la Tradición. Sin la Biblia y la comunidad que te la ofrece, no puede haber renovación eclesial. Hay que dar a conocer la Escritura, pero no solo en teoría, sino con la práctica: es necesario crear escuelas de oración y de vida cristiana. Ambas cosas indisolublemente unidas. El cristianismo no es una doctrina teórica, ni costumbres o devociones, sino la experiencia de un encuentro personal con Dios, que se realiza en la comunidad cristiana iluminada por la Palabra divina.

¿Se acabó el amor?

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Aquella pareja quería separarse porque -según decían- se había acabado “el amor”. El argumento parecía concluyente. La nueva realidad social y cultural es comprensiva ante aquellas situaciones familiares donde los cónyuges ya no están dispuestos a mantener (o no saben revertir) el mal ambiente del desamor. Es algo cada vez más frecuente, incluso en parejas con muchos años de convivencia.

Hace ya más de sesenta años Karol Wojytila publicaba un libro muy interesante titulado Amor y responsabilidad (la primera edición era de 1960), como fruto de su trabajo pastoral con diversos jóvenes polacos que le planteaban preguntas sobre el sexo y el amor, la afectividad, el matrimonio, etc. En aquel tiempo, antes del concilio, la doctrina eclesial sobre el matrimonio se centraba en la finalidad procreativa, y Karol proponía de manera novedosa la propuesta de la primacía del amor, no solo como fundamento del matrimonio, sino como oferta personalista orientada a todo ser humano. Aquellas ideas quedarían recogidas en el concilio Vaticano II: la dignidad fundamental de la persona humana, la centralidad del amor, etc. Después vendría el mayo del 68 y la revolución sexual, y las palabras poco conocidas de aquel obispo polaco resultarían proféticas para iluminar temas complicados.

Más tarde, ya como papa, Juan Pablo II escribió numerosos documentos, pero quizás su aportación más perdurable y novedosa sea su visión antropológica, que aún no está del todo desarrollada: la unidad del hombre y la mujer como imagen del Dios trinitario, el genio femenino y su misión al servicio de la humanidad, la teología del cuerpo, etc. Ya desde aquella primera obra suya había mostrado su principio personalista: “la persona es un bien tal que solo el amor puede dictar la actitud adecuada y válida respecto de ella. Esto es lo que expone el mandato del amor”[1]. Karol Wojytila reflexionaba sobre cuestiones de sexualidad y amor humano, pero al mismo tiempo estaba buscando el sentido profundo de la vida humana a la luz de la experiencia cristiana.

El mandamiento del amor lo encontramos ya en el Decálogo -como mensaje central de Dios a su pueblo elegido- definido como la relación fundamental con Dios y con el prójimo. Es un mandato común y fundamental para toda la tradición judeocristiana. Pero también lo volvemos a encontrar en el evangelio de Juan 13,34: “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que, como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros.” Aquí descubrimos el único mandamiento explícito que Jesús da a todos sus discípulos, que parece resumir todo su mensaje, y donde se refiere a sí mismo como modelo de autenticidad.

Es evidente que todo el mundo cree que sabe lo que es el amor: cada uno a su manera, según sus propias experiencias y conocimientos. Pero también sabemos que el amor es la palabra más manipulada, deformada y malinterpretada. Se acepta la definición de que “Dios es amor”, pero llama la atención que esta definición explícita sólo aparece una vez en toda la Biblia (1 Jn 4,8). Y es que el amor puede tener muchas deformaciones, y quizás por eso Jesús tiene que hacer la matización de “como yo os he amado”. No se trata de amar a nuestra manera sino a su manera. ¿Y cómo es la manera de Jesús? Otros textos evangélicos de la tradición joánica lo van mostrando con claridad: “No hay mayor amor que aquel que da la vida por sus amigos” (Jn 15,13); antes de ir a la cruz se dice que “habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo” (Jn 13,1). Jesús no sabe amar a medias. Lo lleva hasta el límite. Normalmente la pasión es un elemento importante para el amor humano. También lo es para el Maestro, y lo muestra en su Pasión. Para Jesús el amor es una experiencia profunda y radical, llena de pasión, que alcanza la muerte misma. Por eso los cristianos identificaron la experiencia de Jesús con palabras del Cantar de los Cantares, cuando se dice que “el amor es más fuerte que la muerte” (Ct 8,6).

Queda claro que para Jesús el amor es algo muy distinto de la imagen instintiva o sentimental con la que normalmente identificamos esta palabra. Sería bueno convencernos de que no sabemos amar y no sabemos qué es el amor. No hay nadie más iluso que quien cree que ya sabe amar o lo da por supuesto y deja de estar atento a los demás. El amor es el gran drama de la humanidad, algo que todo el mundo busca y anhela pero que muchos no encuentran, y que provoca mucho dolor y frustración. Resulta necesario que alguien nos enseñe a amar “de otra manera”, ya que no es fácil salir de las experiencias que hemos visto y conocido a nuestro alrededor y que consciente o inconscientemente nos influyen.

Resulta liberador que Jesús nos diga que Él mismo nos quiere enseñar a amar, ya que ello significa que nada nos puede atar y que podemos descubrir algo nuevo, liberándonos de nuestras dependencias. Solamente cuando “desaprendemos” lo que creemos saber podemos abrirnos a una novedad radical, como es la vida de la gracia que Jesús nos trae. Y sólo entonces nos damos cuenta de que el amor estaba dentro de nosotros, pero que no lo conocíamos. Liberados de nuestros condicionamientos podemos aprender a amar como Jesús nos ama. Porque el amor verdadero es un don, un regalo recibido y llevado a las relaciones interpersonales.

Pero el problema verdadero viene de querer sustituir el amor de Dios con amor propio. Y es aquí donde no salen las cuentas. Y así reproducimos en nuestra vida los modelos que hemos conocido, o nos dejamos arrastrar por instintos o emociones y lo revestimos de ideas y razonamientos, y llamamos a todo eso “amor”. Y es posible que “ese amor” se nos acabe algún día. Porque las hormonas varían sus flujos con los años, también los sentimientos van cambiando, y las ideas evolucionan con nuevas influencias sociales y culturales. Y lo que antes parecía importante o excelente puede resultar que pierde su valor, con el paso del tiempo, en contraste con lo nuevo.

Pero si lo que hemos ido descubriendo es que podemos vivir en nuestra propio cuerpo el amor de Dios, el que Jesús nos enseñó, podemos estar seguros de que ese amor nunca va a acabarse; porque irá evolucionando con matices del espíritu divino que se va encarnando con riqueza y variedad de formas entrañables, llenas de ternura y de misericordia. El amor de Dios está lleno de ricos y tiernos sentimientos, pero no se identifica con ellos y acompaña el proceso de la vida en sus distintas etapas y procesos. Puede alcanzar las más altas cimas y descender a los valles, o atravesar desiertos y caminos difíciles, promoviendo siempre los espacios acogedores y hospitalarios de una convivencia humana fraternal y de un cuidado mutuo.

Cuando decimos que se acabó el amor debe ser, seguramente, porque nunca hubo un verdadero amor maduro y responsable… Quizás hubo promesas o semillas incipientes, pero se descuidaron las plantas delicadas al borde del camino, que requerían los cuidados cotidianos de una atención amorosa y personal. El amor es siempre un milagro que viene de Dios y que nosotros podemos encarnar en las vasijas de barro de nuestra fragilidad humana.


[1] Karol Wojtyila, Amor y responsabilidad, Palabra, Madrid 2013, p. 27-28.

Dos maneras de descubrir la vida cristiana

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Hay dos grandes formas o estilos de vida cristiana. Una nace de la vida, y con ella va elaborando una doctrina. La otra es el camino contrario: nace de la doctrina y busca con ella cómo debe ser una vida consecuente. Son dos estilos muy distintos, que conviven en la Iglesia, en ocasiones conflictivamente.

El primero es el estilo con el cual se originó el cristianismo, es el estilo de las primeras comunidades cristianas. Jesús de Nazaret no trae una nueva doctrina o religión ya que era judío y asume su tradición, pero sí trae un nuevo estilo de vida, que comunica a sus discípulos, conviviendo con ellos. Jesús no escribe nada, pero varias décadas después se recogen sus gestos y palabras en cartas ocasionales a las comunidades (cartas paulinas) y en diversas recogidas de datos biográficos (evangelios). Sabemos que a sus discípulos les cuesta asimilar la novedad de vida que trae Jesús, con frecuencia no le entienden y los evangelios dan testimonio de ello. Jesús atrae por sus gestos significativos (signos) y sus palabras llenas de autoridad. La gente sigue a Jesús por el atractivo de una persona y de una propuesta de vida, aunque con frecuencia la interpreten mal. Durante siglos el cristianismo fue un estilo de vida minoritario, marginal, de personas con frecuencia incomprendidas y perseguidas. En este ambiente aparentemente adverso, es donde el cristianismo crece, madura, y florece. Se trata de comunidades que se sostienen gracias a las experiencias vividas y al apoyo mutuo de sus miembros, donde resplandece la solidaridad y el amor. La evangelización tiene un fuerte componente vivencial y relacional: “en eso sabrán que sois mis discípulos, en que os amáis unos a otros” (cf. Jn 13,35). Todos los apóstoles fueron descubriendo su vocación como un estilo de vida de seguidores de Jesús, que les llevaba a hacer unas experiencias que nunca hubieran imaginado, hasta llegar a entregar su propia vida. Eran fieles a una persona. Después, se necesitaron muchos años para elaborar una doctrina cristiana madura y reflexionada en diálogo con la cultura de su época. Con los Santos Padres griegos y latinos, a partir de Orígenes de Alejandría, se consiguen en el siglo III y IV realizaciones notables de pensamiento que iluminarán la vida de la Iglesia y de la sociedad durante siglos.

A partir del momento en que el cristianismo se convierte en una religión oficial, se empieza a diluir la dimensión experiencial, se devalúa la exigencia y el compromiso, y ser cristiano pasa a ser algo bien visto, incluso motivo de promoción social. Se pasa de la Iglesia de los pobres y de los mártires a la Iglesia favorecida políticamente. Los niños se bautizan de pequeños, sin conciencia de lo que hacen. Con el tiempo se tratará de aprender la doctrina y de vivir de acuerdo con ella, según una ética y una moral recibidas. El contenido vivencial empieza a darse por supuesto sustituido por una obediencia piramidal, y la fidelidad se identifica con defender una doctrina. Con todo ello la identidad cristiana va a ser más externa, teórica y superficial. De este modo el cristianismo subraya la dimensión de fidelidad a una doctrina, con unos principios, unos valores y con unas aplicaciones que las personas han de realizar. Este modelo prima lo conceptual, intelectual. Todo ello responde a una visión del ser humano esencialmente racional, con la que Europa va a conseguir un gran desarrollo científico y tecnológico, aunque también se haya promocionado lo individual, descuidando elementos fundamentales como la sociabilidad humana, la corporalidad, etc.

El primer estilo de cristianismo era aparentemente más pobre, y no presenta ni pretende grandes formulaciones doctrinales, sino narraciones vividas de hechos y palabras donde se esconde el misterio de la gracia. Contienen la frescura de las experiencias vividas y el testimonio martirial. Se sostienen por las mismas vivencias, mientras que el segundo modelo parece que puede subsistir sin ellas. Pero los dos estilos pueden y deben coincidir en la vida de la Iglesia y no tienen por qué ser contradictorios, aunque la conciliación sea a veces difícil y requiera mucho discernimiento. Una tradición religiosa doctrinal necesita un asentimiento y acogida personal, pero es insuficiente si le falta la experiencia de vida que reclama un cambio interior y exterior, poniendo a prueba el modo de vida personal, con sus actitudes y gestos, con sus motivaciones interiores, etc.

Se da el peligro de olvidar las experiencias originarias que modelan la vida de los seguidores de Jesús, y darlas por supuestas, sustituyéndolas por unas normas éticas o morales de obligado cumplimiento. Y así se puede identificar la vida cristiana con leyes, mandamientos, prohibiciones, moralismos, etc. En este ambiente se produce la cristianización de Europa, y se continúan después los procesos de colonización, donde el poder político trabaja conjuntamente con la Iglesia, promoviendo ambos sus propios intereses en mutua colaboración. Esto tiene como consecuencia el peligro de influencias o condicionamientos que pueden deformar el sentido genuino de la evangelización.

Todo lo que hemos recibido en la tradición eclesial, la teología, la liturgia, incluso la Biblia misma, nos remiten a experiencias cristianas. Cuando se convierten en simples ideas se pervierte la riqueza del cristianismo y corre el peligro de convertirse en una ideología más, en el mercado de las ideas y del pensamiento, perdiendo capacidad dinámica de transformar la vida de las personas, y perdiendo el atractivo ante los demás que caracteriza la misión evangelizadora.

Es evidente que siempre y en todas partes ha habido personas que han vivido la vida cristiana con deseo sincero de autenticidad, pero también ha habido mucha expansión de un estilo de cristiandad superficial, desconectado de la vida real, que abre el camino de la hipocresía y la duplicidad. Si el cristianismo es un conjunto de doctrinas que cada uno ha de realizar como mejor pueda en una sociedad individualista, se pierde un elemento esencial de la dinámica de la comunidad cristiana.

Quizás esta sea la causa por la que el cristianismo en Europa está (sociológicamente hablando) en clara decadencia, y ello ha de motivar la reflexión sobre el sentido de la evangelización, que ya no cumple su función en amplios sectores de la sociedad occidental. La Iglesia necesita con urgencia escuelas de experiencia cristiana, escuelas de oración, escuelas de vida. Europa está cansada de ideas bonitas y teorías perfectas que no se saben concretar o que se dan por supuestas, pero que no consiguen responder a los gozos y esperanzas de la vida de las personas reales.

Los jóvenes no van a la Iglesia porque no encuentran el atractivo de un estilo de vida en el que puedan realizar sus aspiraciones humanas en plenitud. Ven a la Iglesia como un centro de devociones o doctrinas antiguas que no tienen mucho que ver con sus inquietudes y anhelos cotidianos, y que no está al nivel de las preguntas que se les plantean al iniciar estudios medios o superiores. Esta falta de conexión con las personas reales debería motivar una toma de conciencia eclesial que lleve a una reorganización de las prioridades en torno a los temas más vitales y experienciales, donde el acompañante cristiano pueda ir iluminando con sabiduría y discernimiento el camino espiritual de los jóvenes, hombres y mujeres que nos rodean. También hoy, como en todas las épocas, el ser humano busca -consciente o inconscientemente- a Dios, y la Iglesia debe ser un espacio adecuado para ello.

El cristianismo siempre ha de mirar, para renovarse, a los orígenes, y en ese sentido, ha de volver a la Iglesia primitiva, y al modelo eclesial engendrador de experiencias de vida (evangélicas). El papa Benedicto XVI decía que “no se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva” (Deus Caritas est 1). Aunque hayamos recibido el cristianismo como una doctrina recibida de la tradición, siempre será necesario redescubrirlo como una experiencia vivida en el seno de la Iglesia.

También conviene liberarse de los prejuicios negativos de origen platónico contra la materia y la corporalidad, que no corresponden a la antropología bíblica. Y conviene recuperar la condición social del hombre como elemento esencial, tal y como numerosos filósofos y teólogos actuales quieren profundizar, y el Vaticano II recoge al presentar la imagen fundamental de la Iglesia como pueblo de Dios. Es necesario redescubrir la Palabra de Dios como un itinerario de experiencias humanas que se pueden realizar, y la comunidad cristiana como un ente real que acompaña todo el proceso, como una verdadera familia que nos ayuda a crecer y progresar en humanidad y fraternidad a través de vivencias “experimentables”. Una Iglesia demasiado doctrinal y teórica mantiene a los cristianos convencidos, pero va perdiendo a los que tienen dudas, y carece de capacidad y atractivo para generar nuevas vocaciones cristianas auténticas. Está condenada a fracasar en la evangelización, porque se desvanece el testimonio de la vida, que es lo único que puede convencer al hombre y la mujer de hoy: la Iglesia necesita testigos (Pablo VI).

Esta doble forma de la vida cristiana, más vivencial o doctrinal, nos lleva a pensar en un conflicto presente a lo largo de la historia de la Iglesia. Es el conflicto entre carisma e institución. De eso hablaremos más adelante.

El signo pascual

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La Semana Santa es el momento central del cristianismo, junto con la Navidad. Son dos tiempos litúrgicos referidos a los acontecimientos centrales de la revelación cristiana: la Encarnación y la Pascua.

Decía Simone Weil que la humanidad y Dios son como dos enamorados que se buscan, pero no se encuentran, porque ambos están en lugares distintos. El gran drama de la humanidad en todas las épocas -particularmente en la nuestra- es buscar a Dios, o alguno de sus sinónimos (la Verdad, el Bien, el Amor, etc.), allí donde no está. Todos deseamos encontrar la verdad, el bien y el amor, pero con minúsculas, de modo que podamos adaptarlos a nuestros propios intereses. Pero una Verdad, Amor y Bien con mayúsculas reclaman de nosotros unas condiciones y exigencias que no siempre estamos dispuestos a aceptar. Precisamente la Navidad y la Semana Santa nos están mostrando, en lo profundo de sus relatos, aquellos espacios y experiencias en los cuales Dios se nos hace presente tal y como Él es, como Verdad, Amor y Bien, con mayúsculas. Nosotros desearíamos encontrar a un Dios hecho a nuestra medida que nos consiga nuestros deseos y necesidades. Pero Dios no se deja manipular, y quiere mostrarnos el camino verdadero.

El hombre descubre en su interior la conciencia de fragilidad criatural y el miedo, pero al mismo tiempo siente la pulsión y el anhelo de una grandeza que trasciende su vulnerabilidad. El libro del Génesis define al hombre como barro de la tierra y aliento divino: miseria y grandeza, conjuntamente, en un ser que brota de la naturaleza creada, pero que es también, imagen de Dios. En el Paraíso original nos encontramos la imagen simbólica de lo que Dios quería regalar al ser humano: la inmortalidad y la integridad. La inmortalidad es la vocación a una vida eterna, una vida que no tiene fin. La integridad es la realización en plenitud de lo humano como imagen divina, que podríamos identificar, en palabras actuales, con la realización de uno mismo o la felicidad. Ambos dones se pierden con lo que tradicionalmente se ha llamado el pecado original.

El Paraíso perdido ya no está, pero el plan de Dios anunciado allí se realiza en plenitud con la venida del Hijo de Dios al mundo: la encarnación y la pascua de Cristo. El Reino de Dios ya está en medio de nosotros y Cristo nos abre las puertas a una vida plena y realizada. La integridad pasa ahora por la purificación de nuestros deseos y nuestras capacidades, unidos a Jesucristo, que nos trae el amor del Padre. El lugar donde Dios se nos presenta no es el de las grandezas humanas, sino el de la pobreza y humildad de Nazaret, con el trabajo cotidiano y la vida de familia. Y la inmortalidad pasa por la experiencia pascual. No encontramos vida eterna en nuestra voluntad de omnipotencia y pervivencia a costa de otros, sino en la entrega por amor, participando de la muerte y resurrección de Cristo.

En la vida de fe de un cristiano, todo está ungido por el signo pascual. Hay que morir para vivir. Se trata de una experiencia de la vida cotidiana de morir a uno mismo que nos lleva a descubrir el amor de Dios en nosotros mismos y en la relación con los demás, como gracia y misericordia. Es una experiencia radical, que contradice a veces nuestra sensibilidad, que tiende a evitar de manera natural el sufrimiento y la humillación. Solo la experiencia de fe puede abrir nuevos horizontes donde parecía que no había salida. “Para Dios nada es imposible”, escucha Maria de Nazaret, mientras se abre al misterio de la Encarnación (cf. Lc 1,37). Lo mismo que después repite Jesús de Nazaret, en su camino hacia Jerusalén -donde consumará su muerte y su resurrección-, refiriéndose a la entrada en el Reino de los Cielos (cf. Mc 10,27): “para Dios nada es imposible”. La misma fe de María que abre paso a la Encarnación es la que hace posible el Reino en los discípulos. Se trata de una experiencia de fe que aprende a superar los límites de la propia sensibilidad y la razón personal para dejarse conducir en confianza hacia aquella novedad que aspira a realizar la manera de pensar y de actuar divinas.

La vida cristiana está ungida por el signo pascual. Muchos de los que siguen al Maestro se quedan en la procesión de entrada a Jerusalén, satisfechos y contentos tras la celebración lúdica y festiva que han protagonizado. Son pocos los que continúan al lado de Jesús cuando empiezan las dificultades. La mayoría le olvidan y algunos le traicionan, decepcionados porque no realizaba sus deseos tal y como ellos querían o pensaban. “Bienaventurado el que no se escandalice de mí” (Mt 11,6), dice Jesús.

Dios ama a todos, pero aquellos que quieren caminar al lado de su Hijo son probados a fuego, purificados en la raíz de las intenciones del corazón, para compartir las experiencias de la noche oscura que simbólicamente representa la entrada en una muerte de la que ha de surgir la vida pascual.

Dios envió a este mundo a su Hijo para enseñarnos a vivir el amor trinitario. Dios se ha hecho hombre para que los hombres lleguemos a ser Dios, para que aprendamos a ser hijos en el Hijo. Este camino incluye una serie de experiencias humanas de seguimiento e identificación con Jesús, que nos llevan a una transformación interior. Es el paso del hombre viejo al hombre nuevo, redimido en Cristo. Es el paso de la muerte a la vida, por amor a los hermanos. Es la Pascua de Cristo.

El camino de la vida cristiana nos conduce a los misterios de la sabiduría divina, que pasan por la cruz. Dios se muestra en las cosas pequeñas y humildes, y atraviesa el dolor y el sufrimiento para conducirnos al regalo gratuito de la alegría pascual. Desconfiemos de los grandes triunfos y los triunfadores que no llevan en sus manos las heridas de la cruz de Cristo. Desconfiemos de todo aquello que no presenta los signos de la Pascua.

Un dato estremecedor

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En estos días ha pasado inadvertida una noticia sorprendente y terrible: en España hay un promedio de diez suicidios al día. Se trata de la causa no natural que tiene mayor incidencia en el número de defunciones en el conjunto del estado. Estamos en torno a los 3600-3700 suicidios anuales. Por cada diez personas que se quitan la vida, 7 son varones y 3 mujeres, pero en números globales, son más las mujeres que lo intentan, sin conseguirlo. Se trata de un dato afianzado en los últimos años, y que, por tanto, no se puede atribuir a las consecuencias de la pandemia actual. Desde los años 60 se fue incrementando el número, hasta duplicarse a finales del siglo XX, estabilizándose a continuación. Habrá que ver de qué modo ha influido el confinamiento durante este año, pero independientemente de ello, estamos ante un grave problema. La tasa sitúa a España entre los países con tasas más bajas en Europa, pero no deja de ser algo alarmante. Se trata de un síntoma que afecta a toda la sociedad occidental europea, pero también a otras sociedades a nivel mundial. Cada sociedad tendría que reflexionar, a nivel planetario, hasta qué punto somos capaces de hacer posible que las personas vivan una vida con sentido.

Centrándonos en el estado español es realmente sorprendente el silencio que acompaña a esta noticia, si lo comparamos con los muertos por accidentes de tráfico, que fueron 1098 en 2019 y 1008 el año anterior; o los homicidios, que en 2019 fueron 332 personas; o las mujeres asesinadas por violencia de género, que fueron 55, la cifra más alta en los últimos años. Los suicidios, por tanto, triplican a los muertos en accidentes de tráfico, superan en once veces a los homicidios y en setenta veces las muertes por violencia de género.

Si un día mueren cinco personas en un atentado yihadista será noticia en todos los periódicos. ¿Cómo es que ha dejado de serlo que muera el doble de personas cada día, ante la aparente indiferencia de la sociedad? Frente a las campañas contra los accidentes de tráfico o de concienciación frente al tabaco, el alcohol o la violencia de género, se está olvidando aquella realidad que provoca un número mucho mayor de muertes y donde la inversión pública es nula. Los estudios afirman que hablar sobre el suicido no conlleva un mayor número de muertes, sino que más bien puede ayudar a prevenirlo. ¿A qué se debe, por tanto, el misterioso silencio sobre una noticia tan estremecedora? ¿Cómo es que no se trata de un hecho relevante para suscitar la reflexión y el debate necesarios, y la promoción de planes que puedan ayudar a mejorar los datos? ¿Dónde están las instituciones políticas, sociales, culturales y religiosas, que deberían estar buscando soluciones para esta trágica realidad?

Es evidente que estamos frente a un tema tabú que, en cierto sentido, nos obliga a replantearnos muchas cosas. Quizás incluso nuestro modelo de sociedad. Un dato como este, que ha ido creciendo en los últimos años y se ha estabilizado con cifras altísimas con la presunta aceptación de la mayoría silenciosa, nos obliga a tomar conciencia de nuestra realidad social. Sería bueno reclamar a los políticos que abandonen sus actuaciones mediáticas y luchas por el poder y atiendan las necesidades de las personas reales, y a los medios de comunicación que sirvan realmente a la sociedad y no sólo a los intereses empresariales.

Siempre, en todas las épocas, la tentación del poder fue controlar a los ciudadanos con “pan y circo”, según la expresión conocida del imperio romano: que el pueblo pueda comer y que estén distraídos. Para eso hoy tenemos muchas posibilidades, y las nuevas plataformas de contenidos audiovisuales nos permiten vivir grandes emociones de historias ajenas y relatos de ficción sin salir de nuestras casas, prescindiendo con frecuencia de la realidad de nuestros vecinos. Y el mundo que se nos avecina será aún mucho más solitario, ya que pronto podremos viajar virtualmente o tener todo tipo de relaciones o experiencias sin salir de la habitación -gracias a gafas de 3D-. Experiencias que podrán ser mucho más emocionantes que la realidad misma. ¿Hacia dónde vamos?

Pero el dato que hoy traemos nos hace mirar en otra dirección: la del más acá de la realidad no virtual. ¿Qué ocurre en una sociedad en la que aumentan las personas que no encuentran sentido a sus vidas? ¿Qué podemos decir de una cultura que naufraga en su capacidad de orientar y de crear valor en la vida de las personas? ¿Es culpable el estado y los políticos, o todos somos responsables de este mundo que vamos creando, donde cada uno mira por sí mismo y por los suyos, pero cada vez mayor número de personas quedan aisladas, olvidadas, descartadas de la sociedad?

Siempre se habló del gran valor de la familia en las sociedades mediterráneas, y su influencia positiva en momentos de crisis y dificultades, pero parece que hoy no es suficiente. ¿Qué está ocurriendo? Ciertamente el sistema de salud tendría que asumir sus responsabilidades, también en este campo. Pero si los políticos y las instituciones están muy ocupados con sus propios temas e intereses, quizás las organizaciones no gubernamentales deberían asumir funciones al servicio de las personas concretas y reales. Se trata de un tema que habría que profundizar en todos los niveles de la sociedad.

Víctor Frankl creó la escuela de psicología de la logoterapia a partir de su propia experiencia en los campos de concentración nazis. Su reflexión era sencilla: quien tiene un motivo, una razón para vivir, encuentra la fuerza para superar todas las dificultades, incluso las más penosas. Es necesario crear espacios de solidaridad, diálogo y relaciones verdaderamente humanas, donde cada uno pueda encontrar su lugar y su propósito, su motivación para luchar en la vida. Son importantes las familias, pero también, subsidiariamente, otros espacios de encuentro y comunicación, que pueden ejercer funciones complementarias y, en algunos casos, sustitutivas.

Hoy vivimos, en general, con una calidad de vida muy superior a nuestros antepasados, y no valoramos elementos que han traído grandes mejoras en el bienestar, como el agua corriente, fría y caliente, en abundancia, el lavabo en casa o la calefacción. Son cosas que no tuvieron muchos reyes de la antigüedad. El progreso económico de los últimos siglos se ha visto acompañado de una gran desigualdad, ciertamente, pero hoy sabemos que los bienes, bien repartidos, servirían para una vida digna para todos, aunque no siempre ocurra esto, por egoísmo e insolidaridad. Hoy podríamos vivir todos bien. Pero a veces, aunque tengamos lo material, nos falta motivación y sentido. Es muy significativo descubrir que las tasas de suicidio son mayores en los países ricos, quizás porque se han perdido algunos valores que habría que recuperar.

Es necesario crear ambientes que nos ayuden a descubrir los motivos para vivir una vida con sentido. Aunque es evidente que hay casos especiales, problemas graves de salud mental, adicciones, etc. también es verdad que el suicidio puede ser en ciertos casos, el síntoma del fracaso de un modelo de sociedad, con unos estilos de vida que no consiguen integrar a un grupo nada despreciable de personas, que no encuentran su lugar y adolecen de la falta de unas relaciones interpersonales gratificantes y significativas. Estamos ante una seria y grave interpelación para cada uno de nosotros.

Habría que replantear la sociedad y repensar nuestro sistema de valores. Sobre todo, habría que replantear la educación, el acompañamiento de las personas. Invertir en la formación y en las personas es invertir en toda la sociedad y el bienestar general. Y es necesario redescubrir los vínculos humanos, superando los estilos individualistas, superficiales y consumistas que hemos fomentado. Estamos ante un problema local, pero también universal. No es un tema individual o familiar simplemente, sino de toda la sociedad. Es bueno dar a las personas alimento y distracción, pero junto a ello, habría que promover experiencias y espacios de humanidad, donde los hombres y mujeres puedan descubrir los motivos por los que vale la pena vivir en nuestro tiempo. Y esta es una tarea fundamental en todos los ámbitos de la actividad humana: la política, la cultura, el arte, la ciencia, la espiritualidad, la religión, etc. Hace falta un trabajo interdisciplinar. Si no lo conseguimos, nuestro modelo de sociedad fracasa estrepitosamente.

Patxi Xabier Segura Echezárraga

RESEÑA BIOGRÀFICA
En julio de 1999 obtiene la licenciatura en Teología con la defensa de la Tesina titulada “Hacia una antropología teológica esponsal”, dirigida por Luis M. Armendáriz, SJ.
En la Universidad de Comillas (Madrid) obtiene el 2 de marzo del 2009 el doctorado en Teología con la tesis “La espiritualidad del símbolo esponsal en el Cántico Espiritual de San Juan de la Cruz”, dirigida por Secundino Castro Sánchez, OCD.
Durante los cursos 2013/14 y 2014/2015 imparte asignaturas de licenciatura en teología en la Universidad de Deusto.
Ha publicado diversos artículos en la revista de pensamiento teológico “Sofía”, de Barcelona, y en libros de colaboración. Ha impartido diversos cursos de formación cristiana, charlas y conferencias sobre temas teológicos y de espiritualidad. Ha participado en Simposios y Congresos sobre temas teológicos. Ha publicado la obra: La espiritualidad esponsal del Cántico Espiritual de San Juan de la Cruz, Diputación provincial de Ávila. Institución Gran Duque de Alba, Ávila 2011.  

Publicaciones de Xabier Segura Echezárraga

  1. “El hombre y la mujer, imagen de Dios Amor. Una visión esponsal del Antiguo Testamento”, en Revista Sofia 6 (Barcelona 1998) p. 5-134.
  2. “El hombre y la mujer, imagen de Dios Amor. Una visión esponsal del Nuevo Testamento”, en Revista Sofia 7 (Barcelona 2000) p. 5-146.
  3. “San Juan de la Cruz, poeta del amor”, en Revista Sofia 10 (Barcelona junio 2003) p. 15-39.
  4. “Deseo y placer en San Juan de la Cruz”, en Revista Sofia 11 (Barcelona diciembre 2003) p. 18-40.
  5. “Hacia una antropología teológica esponsal”, en Revista Sofia 12 (Barcelona 2006) p. 5-142.
  6. La espiritualidad del símbolo esponsal del Cántico Espiritual de San Juan de la Cruz. Extracto de tesis doctoral. Universidad de Comillas 2009.
  7.  “Espiritualidad y simbología esponsal en San Juan de la Cruz”, en Revista Sofia 16 (Barcelona 2010) p. 29-45.
  8. “La lectura contemplativa de la Biblia de San de la Cruz: en busca del Amado”, en AAVV. La Biblia, libro de contemplación, Universidad de la Mística – Cites, Ávila 2010,p. 517-542.
  9. La espiritualidad esponsal del Cántico Espiritual de San Juan de la Cruz, Diputación de Ávila. Institución Gran Duque de Alba, Ávila 2011.
  10. “L’uomo e la donna, rinnovati per la misericordia di Dio”, en AAVV. Vi amerò sino alla fine (Gv 13,1). Uomini e donne per la vita nuova nelle Nozze di Dio, Effata Editrice, Cantalupa 2011 p. 22-41.
  11.  “La natura sponsale della persona umana. La dimensione antropologica nel magistero di Giovanni Paolo II”, en AAVV., Guardo con ammirazione lo Sposo. Il Beato Giovanni Paolo II, profeta e testimone del mistero nuziale, Effata Editrice, Cantalupa 2012, p. 27-58.
  12.  “El escritor en su contexto histórico-biográfico”, en AAVV. Subida del Monte Carmelo de San Juan de la Cruz. Actas del I Congreso Mundial Sanjuanista, Grupo Editorial Fonte – Monte Carmelo Universidad de la Mística – Cites, Burgos 2018 p. 39-54.
  13. “Juan de la Cruz y Joseph Campbell: el viaje del héroe” en AAVV. Subida del Monte Carmelo de San Juan de la Cruz. Actas del I Congreso Mundial Sanjuanista, Grupo Editorial Fonte – Monte Carmelo Universidad de la Mística – Cites, Burgos 2018 p. 503-516.
  14. “La obra en su estructura: diferencias y semejanzas en las dos versiones del Cántico Espiritual” en AAVV. Cántico Espiritual de San Juan de la Cruz. Actas del III Congreso Mundial Sanjuanista. Grupo Editorial Fonte – Monte Carmelo Universidad de la Mística – Cites, Burgos 2020, p. 53-91.
  15. “La mística esponsal del Cántico Espiritual de San Juan de la Cruz” … en AAVV. Cántico Espiritual de San Juan de la Cruz. Actas del III Congreso Mundial Sanjuanista. Grupo Editorial Fonte – Monte Carmelo Universidad de la Mística – Cites, Burgos 2020, p. 355-383.