“Amen. Francisco responde”. 

Una reflexión sobre

el documental del papa Francisco

dialogando con los jóvenes.

Xabier Segura Echezárraga

Hace unos días volví a ver, por segunda vez, el vídeo del papa Francisco titulado “Amén. El papa responde”, que se encuentra actualmente en la plataforma Disney + (en Latinoamérica en Star +). Al igual que la primera ocasión, me impacto el contenido, aunque pude fijarme en algunos elementos nuevos que no recordaba. El reportaje, dirigido por Jordi Évole y Marius Sánchez, está muy bien hecho, y va combinando imágenes de los diversos jóvenes en sus ambientes originarios con diversos momentos del diálogo con el papa.

El documental dura 1 hora y 22 minutos, y muestra a un grupo de 10 jóvenes de 20 a 25 años, procedentes de diversos países del mundo, que se reúnen con el papa en las afueras de Roma. Le van haciendo preguntas y surgen comentarios sobre temas diversos. Aparecen cosas que preocupan a estos jóvenes, como el racismo, el aborto, el feminismo y el papel de la mujer, la pérdida de la fe, la homosexualidad, la pederastia, etc.

El clima inicial es educado y cordial, pero el contenido de las reflexiones que van surgiendo en los jóvenes es intensamente crítico. Aunque en el grupo hay personas creyentes abundan las quejas y el cuestionamiento de las realidades eclesiales. El papa tiene una actitud de escucha y acogida, respondiendo con amabilidad y expresando las opiniones de la Iglesia en dichos temas. Muchos de las ideas que van apareciendo están muy en boga en nuestra sociedad actual, y tanto creyentes como no creyentes los asumen y defienden, expresando su distancia con la institución: en algunas posiciones abortistas en favor de la mujer, reivindicaciones sobre la ordenación femenina, el malestar ante los abusos, etc.

Hay que subrayar la valentía del papa por acceder a un diálogo de este tipo, enfrentándose a posturas lejanas a la mentalidad que representa. Sin duda está ejercitando su voluntad de acercarse a las periferias. En este caso, la juventud es una periferia a la que el papa se acerca y con la que quiere dialogar. No es un ambiente cómodo y fácil. No le han presentado un listado de los temas a tratar, ni las preguntas que iban a hacerle. No es frecuente que personas con poder y representatividad institucional se sometan a un escrutinio tan libre y abierto con quienes no comparten sus ideas. Se trata de una actitud valiente, con la confianza de poder transmitir un mensaje válido en medio de dificultades. En ese sentido, me evocaba el testimonio valeroso de los apóstoles en medio de una sociedad pagana, tal como atestiguan los Hechos de los Apóstoles.

El papa defiende a los emigrantes y denuncia la situación terrible en la que se encuentran, reclamando la necesaria solidaridad social. Apoya a los jóvenes que sufren bullying y racismo. Expresa su cercanía a la madre que se encuentra en situación de tener que abortar, pero también defiende el derecho a vivir del niño que está en su vientre. El papa mantiene la tradición de la Iglesia de no ordenar a las mujeres. Ante el testimonio del muchacho que ha sufrido abusos en su infancia, se pone al lado de las víctimas y valora la valentía de la denuncia realizada, subrayando el compromiso que la Iglesia tiene hoy -y el mismo papa de manera especial- de clarificar estos temas y exigir las responsabilidades pertinentes. Se le presenta una mujer “no binaria” (con pareja femenina) que se siente católica y defiende las diversas identidades sexuales, que le pregunta por su opinión sobre los que usan la Biblia para condenar a los que son “distintos”. El papa responde que no podemos condenar ni excluir a nadie de la Iglesia.

Llama la atención el testimonio de una youtuber colombiana que se gana la vida haciendo videos eróticos en internet, a la que el papa responde con la doctrina cristiana en contra de la pornografía y la cosificación de la mujer. Pero ella continúa diciendo que su trabajo actual le permite vivir una vida más digna con su actual pareja y su hija. También explica que cuando quedó embarazada fue abandonada por el padre de la criatura, e incluso por su propio padre (probablemente un católico colombiano), que no la respaldó. En dicha situación tuvo que salir adelante con malos trabajos y situaciones opresivas, y sólo actualmente ha conseguido la estabilidad necesaria para darle a su hija el ambiente y los cuidados que necesita. Y ahora trabaja sin opresión, con más libertad, mejoró su autoestima y confianza en sí misma. Y gracias a ello se atrevió a aceptar la invitación para dialogar en aquel foro, ya que siempre fue tímida y retraída. El papa guarda silencio.

El testimonio que más me gustó, personalmente, fue el de una chica que participa de una comunidad neocatecumenal. Es el único testimonio luminoso de unidad a la Iglesia institucional desde una experiencia vivida a nivel personal y comunitario. También fueron valiosas sus aportaciones frente a otros jóvenes críticos, expresando sus motivaciones y creencias en apoyo de la doctrina católica. Resultaban convincentes porque no se trataba simplemente de doctrina e ideas, sino que transmitía la fuerza del testimonio vivido. Me impresionó que el único testimonio tan favorable provenga de los neocatecumenales, un grupo que ha sido generalmente despreciado en ambientes clericales europeos, y que sin embargo ofrece testimonios de conversión y vida cristiana que no se encuentran en otros lugares. También me gustó y me impresionó el comentario que le hizo el papa a continuación. Le agradeció el testimonio que daba, pero también evocó un episodio de Jesús con Pedro, a quien anunciaba que el Espíritu del Mal pondría a prueba su fe. Es evidente que el papa hablaba desde el discernimiento ignaciano, y en lugar de caer en un sentimentalismo paternalista para agradecer el apoyo de unos argumentos favorables -en medio de tantas quejas y dificultades- quiso transmitirle un mensaje espiritual. Aunque personalmente me gustó mucho este mensaje también es verdad que, para aquella muchacha que escuchaba con emoción, aquellas palabras tenían un punto de dureza: ¿por qué hay que hablar del demonio a una joven que vive hoy con ilusión y entusiasmo su fe cristiana?

También me parecía intuir, a lo largo de todo el diálogo, la gran distancia que existe entre el mundo eclesiástico donde se ha desarrollado la vida de la Iglesia en los últimos siglos y el mundo actual, con un ambiente laico y secularizado. La gran distancia cultural y mental existente dificulta el diálogo y una comprensión mutua fluida. Por otro lado, escuchando el conjunto de las intervenciones, parecía evidente que hoy la fe ha de ser compartida en el seno de una comunidad viva. En caso contrario, puede mantenerse un cierto revestimiento cultural de cristianismo, incluso una práctica religiosa ritual, pero la mentalidad se va dejando modelar por otras influencias ambientales poderosas que se van infiltrando en la vida cotidiana. El cristianismo tiene sentido cuando echa sus raíces en un estilo de vida que genera unas experiencias humanas donde la doctrina adquiere su verdadero significado. Sin esta profundidad tiende a diluirse frente a modas ideológicas y culturales y queda reducido a devociones o creencias superficiales. La historia de la Europa cristiana en las últimas décadas lo muestra claramente.

A la iglesia occidental, que desde el concilio de Trento generó la cristiandad y la exportó a todos los continentes, le cuesta comunicar hoy su mensaje en un mundo plural y aconfesional, donde ya no tiene el apoyo del poder político. En esta situación el papa insiste proféticamente en la necesidad de ir a las periferias, aunque sea complicado. Y llega a decir que la verdadera Iglesia está en las periferias. Se trata de una afirmación muy fuerte. Y lo explica añadiendo que en el centro hay mucha gente buena y santa, pero también hay mucha corrupción. El máximo representante de la Iglesia católica se presenta con una sinceridad apabullante.

En diversos momentos del documental nos encontramos con un papa cansado. A veces está callado y deja que la gente vaya hablando todo lo que quiera, que se exprese con libertad. No sólo la salud y los años, sino también las dificultades y los adversarios internos parecen haber hecho mella en él, dejando una huella de cansancio. Pero no pierde su intuición eclesial original, a la que quiere ser fiel: iniciar unas dinámicas nuevas en la Iglesia, confiando su renovación interior a la acción del Espíritu en el seno de la misma, pero sabiendo que los enemigos internos son más peligrosos, sobre todo cuando manipulan la fisonomía eclesial. En diversos momentos de su pontificado ha afirmado que el mayor enemigo de la Iglesia actual es el clericalismo.

En la segunda visualización del vídeo hubo algo que me impresionó profundamente. No lo recordaba de la primera. Se trata del testimonio final, de una monja que había abandonado la vida religiosa y que afirmaba que desde que estaba fuera de la Iglesia estaba mejor, y se encontraba en paz. Ahora decía que había encontrado el amor. Y preguntaba al papa qué era el amor para la Iglesia: «cuando se habla de amor, ¿de qué se está hablando?» Me impresionó profundamente que alguien encuentre la paz y el amor al abandonar la Iglesia y dejar de ser creyente. Era un testimonio demoledor. La respuesta del papa fue terrible y veraz, llena de autenticidad y afrontando los problemas. Dentro de su sencillez, me evocaba lejanamente un mensaje apocalíptico, en línea con el testimonio del Resucitado a las 7 iglesias. Reconoció que en la Iglesia hay mucha manipulación y abuso de poder. Valoró positivamente el hecho de abandonar la vida religiosa cuando uno se deshumaniza y ha de salir de aquel lugar donde no encuentra sentido. Le llegó a decir: “salvaste tu vida…” Desde siempre la vida de la Iglesia se ha definido como un espacio de salvación… Para aquella muchacha la salvación estaba en escapar de un estilo de vida deshumanizado, eclesiástico y opresor. Para terminar el papa le daba un único consejo: que sea ella misma y no se deje llevar por las ideologías. Y añadió, con simpatía, que siguiese su camino, que estaba en buenas manos. La muchacha había preguntado qué era el amor para la Iglesia, pero el papa no le respondió a eso.

El papa acabó agradeciendo a todos, sin exclusión, la exposición de sus ideas y preocupaciones. Dijo que había aprendido mucho y le habían hecho mucho bien. Y acabó afirmando que lo que habían hecho allí era el camino de la Iglesia:  caminar unidos como hermanos, con posiciones más o menos diversas; construir la fraternidad todos juntos.

Al acabar de ver el video lo comentamos en grupo y fuimos a cenar. A continuación, vimos unas escenas de la coronación del rey de Inglaterra, que había ocurrido ese mismo día. Yo tenía sueño y los ojos se me cerraban.

Nos fuimos a descansar, pero ya no podía dormir. Me venía a la mente la imagen y las palabras del final del diálogo con el papa. Me parecía terrible y demoledor el testimonio de quien afirma que irse de la Iglesia le ha traído la paz y una vida mejor. Intuía que aquel último testimonio de aquella mujer era un símbolo de toda la problemática actual de la Iglesia y el mundo, que podía resumirse en una frase:

El mundo busca amor, no lo encuentra en la Iglesia, va a buscarlo fuera de ella.

Y el mismo papa parece confirmar que, en esa situación, “está haciendo bien”. Porque el papa sabe que las palabras no bastan, y que, a veces, es mejor callar. Y daba vueltas en mi mente una Iglesia ensimismada en su burbuja espiritualista, añorando tiempos mejores, frente a una sociedad de hombres y mujeres que buscan la paz y el amor en sus vidas… a los que la institución hoy no sabe qué decirles.

Recordé una anécdota que me ocurrió hace ya cuarenta años. Yo vivía en una comunidad cristiana y estudiaba teología en Deusto (Bilbao). Invitamos a un profesor jesuita de la universidad a cenar con nosotros. Se llamaba José Antonio Goenaga, un buen hombre. Recuerdo que le explicamos nuestro estilo de vida, inspirado en la espiritualidad de la unidad de Chiara Lubich. En síntesis, se trataba de vivir siempre amando a los demás con el amor de Dios, en todos los aspectos de la vida. Y en comunidad se revisaba las experiencias de vida, para que fuesen realmente evangélicas. Aquel jesuita quedó maravillado por aquello que le explicábamos y decía: “¡Pero eso es muy difícil!” Y yo quedé sorprendido de que aquello que me pedían desde el primer día en aquella comunidad que acababa de conocer, para él era algo lejano, al final del camino, y muy complicado…

Era evidente que los nuevos carismas y movimientos eclesiales que aparecían en la Iglesia en los últimos tiempos presentan grandes diferencias con los estilos tradicionales de la vida religiosa y eclesiástica. Para mí fue un elemento fundamental que me presentasen el cristianismo como una vida centrada en el amor, que va madurando y purificándose a lo largo del tiempo. Sin ese testimonio y esa invitación a una experiencia personal y comunitaria, probablemente hoy no estaría en la Iglesia.

Ciertamente queda mucho camino por recorrer -como el mismo papa afirma en la entrevista- para que la Iglesia pueda transmitir de manera eficaz su mensaje a una humanidad que anhela encontrar el amor auténtico y lo busca, con frecuencia, en lugares equivocados, que no llenan su corazón.

El papa anuncia un itinerario, pero falta mucho por hacer. Al final del documental sintetiza que lo que han hecho allí es el camino que la Iglesia debe hacer hoy. Conozco muchas parroquias y espacios eclesiales en diversas diócesis y me cuesta encontrar alguno donde se esté realizando lo que el papa propone.

Creo que este documental tiene un extraordinario interés, y sería bueno visionarlo en las conferencias episcopales, en los institutos de vida religiosa, en centros de espiritualidad, etc. Y dialogar sobre ello. Es una buena oportunidad para reflexionar sobre el mundo actual y el camino de la Iglesia al servicio de la humanidad.

Un futuro inquietante

Xabier Segura Echezárraga

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Ya sabíamos que los grandes cerebros de Silicon Valley, que han conducido a un mundo globalizado a la cultura de las pantallas, enviaban a sus hijos a colegios e instituciones donde no pudiesen utilizarse sus inventos. Y en sus hogares ponían estrictos límites al uso que se hacía de las herramientas tecnológicas que habían diseñado y que estaban poniendo al servicio de la humanidad, sin restricciones. Era evidente que ellos conocían las consecuencias negativas que las nuevas tecnologías tienen en la salud física y psíquica de sus usuarios. También sabemos que el interés de estos individuos y sus empresas ha sido conseguir el máximo beneficio, y para ello no han dudado en usar técnicas de manipulación psicológica o estrategias que incrementan la adicción a las pantallas y a las emociones rápidas y superficiales.

Algunos de los inventores y colaboradores de esta revolución tecnológica se han arrepentido y son activistas de una nueva sensibilidad tecnológica con conciencia social y que predice los peligros del futuro.

Los estudios actuales de neurociencia demuestran que todas estas tecnologías, que están revolucionando la cultura y la sociedad, también están modificando el funcionamiento del cerebro humano de un modo difícil de predecir y evaluar. Están produciendo cambios que afectan a nuestra especie.

Gloria Park, profesora de la universidad de California, en un libro que pronto saldrá a la luz en castellano titulado “Capacidad de atención”, hace unas reflexiones muy interesantes. Explica que la duración media de un plano en el cine y la televisión entre 1930 y 2010 ha pasado de 14 segundos a solamente 4 segundos. Estamos en la cultura del estímulo rápido e inmediato. Nuestra capacidad de atención se ha reducido considerablemente. Es la época del whatsup o del tuit, de Tik Tok o Instagram, donde el mensaje se reduce a pocas palabras o imágenes, y desaparecen los discursos largos. No caben muchos razonamientos ni explicaciones. Y no sólo el contenido, sino que también la presentación del mensaje ha de ser ágil y atractiva. Se va acortando nuestra atención y concentración, y nos acostumbramos al paso rápido de imágenes y palabras atrayentes, una tras otra, creando adicciones inconscientes barnizadas con emociones superficiales.

La universidad de Harvard realizó unos estudios que derivaron en un artículo en la revista Science en el año 2010, cuyo contenido era sorprendente e inesperado. Podía resumirse así: Una mente divagante es una mente infeliz.  El vagabundeo mental y la falta de concentración provoca una insatisfacción que tiende a apoderarse de la mente y se convierte en rumiación interna que nos aleja del vivir en el presente de la vida cotidiana. Es importante aprender a concentrarnos, fijar la atención en lo que hacemos y salir del estado superficial de ensoñación que navega por contenidos banales sucesivos, condicionado por emociones primarias. Este nuevo modelo de cerebro humano acomodado y conformista, obediente a los estímulos continuos e inconscientes que recibe, es ideal para una sociedad consumista, ya que se abren para ella nuevos nichos y mercados de aquellos productos que han de satisfacer las nuevas necesidades.

Sólo nos faltaba la Inteligencia Artificial (IA), que se va extendiendo de manera extraordinaria, y cuyas posibilidades han empezado a asustar a sus mismos promotores y a numerosos científicos. Sam Altman (creador de OpenAI y de ChatGPT) confirma el desarrollo imparable de la IA y avisa del peligro de crear entidades cuyo poder es impredecible e incontrolable.  Algunos científicos consideran que la sociedad no está preparada para el poder manipulador de la IA y que la democracia está en peligro.

Las aplicaciones de la IA están entrando en numerosas empresas e instituciones, con capacidad de ofrecer servicios extraordinarios a los ciudadanos, pero también con un potencial de manipulación y engaño nunca antes conocido. Con la IA se puede generar en segundos relatos, discursos, imágenes y videos verosímiles pero falsos, que no puedan distinguirse de la realidad. Muy pronto cualquiera podrá usarlos.

Ya Zygmunt Bauman, pensador polaco del siglo XX advirtió de la entrada de la humanidad en un tiempo de pensamiento débil, personalidades líquidas, con creencias difuminadas y cambiantes. No es difícil imaginar a una IA con capacidades infinitamente superiores a las humanas en muchos aspectos, gobernando la vida social de individuos adictos al estímulo emocional y la respuesta condicionada. ¿Quién va a estar detrás de esta Inteligencia Artificial?

Está en peligro la civilización humana, ante el futuro de un Gran Hermano que pueda dominar la sociedad, justificándose con una mayor eficacia y operatividad, pero con intenciones ocultas, que no se alejarán mucho de las que aparecieron en épocas pasadas: el poder y el dominio de los demás.

¿Teorías conspirativas de futuros lejanos? Quizás no esté tan lejos como pensamos.

Depende de nosotros conjugar estos peligros, con conciencia y acción social.

El miedo a la libertad

Xabier Segura

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En 1941 publicó Erich Fromm un libro titulado: El miedo a la libertad. Se trata de un gran libro que, con el paso de los años, no pierde su valor y actualidad. Allí analizaba la situación del hombre contemporáneo salido de la revolución industrial que, liberándose de los vínculos y costumbres de la sociedad tradicional se encontraba en una situación de angustia, y se dejaba esclavizar, de manera inconsciente, por la sociedad consumista y la homegeneización cultural. El diagnóstico de Fromm no era positivo: “el hombre moderno, liberado de los lazos de la sociedad preindividualista, no ha ganado la libertad en el sentido positivo de la realización de su ser individual, esto es, la expresión de su potencialidad intelectual, emocional y sensitiva”[1].


Contemplando la situación europea y mundial, con el ascenso del nazismo y el comunismo, reflexionaba sobre la tendencia humana  a escapar de la inseguridad y el miedo dando el poder a líderes autoritarios que solucionen los problemas, a los que transferimos nuestra capacidad de elegir y actuar. Se trata de un mecanismo propio de la psicología humana, que tiende a renunciar a la responsabilidad personal y sigue ciegamente las presiones sociales y los movimientos de masas, en momentos de peligro. Se busca un chivo expiatorio de los problemas que nos angustian y se pone la confianza en líderes idealizados a los que se da mucho poder, con la ilusión de que sus propuestas simples y radicales van a solucionar los problemas.

Aunque han pasado 81 años, en nuestro mundo actual podríamos continuar diciendo lo mismo. Se trata de una situación que retorna cada cierto tiempo. También hoy esto resurge a nuestro alrededor con las propuestas populistas que triunfan en política y en la sociedad, en medio de una época de crisis y de cambios sociales y culturales no exentos de peligros.

El miedo es el mayor enemigo de la libertad humana, porque retrae nuestra iniciativa y nuestras posibilidades de actuar. El miedo produce angustia, y el ser humano tiene la necesidad de eliminarla. Al presentar un peligro (real o imaginario) el sujeto necesita movilizarse con urgencia para escapar de la ansiedad, motivando acciones no siempre racionales.

El miedo es algo natural, que nos previene de peligros y nos capacita para afrontar los problemas de manera adecuada. Una persona sin miedo sería imprudente y, probablemente, no protegería suficientemente su vida. Ante el miedo hay tres posibles reacciones: huir, enfrentarse al peligro, o quedar bloqueado. Pero los miedos humanos pueden ser reales o imaginarios. Precisamente la capacidad humana de recrear el pensamiento y la imaginación genera a menudo muchos miedos que no tienen una causa objetiva. Y esto está en el origen de muchos problemas actuales de salud mental.

En ocasiones, dentro de un grupo o en medio de la masa, el individuo hace cosas que no haría por sí solo, por evitar el rechazo o quedar desvinculado de los demás. El aislamiento y la soledad es uno de los mayores miedos del ser humano: “sentirse completamente aislado y solitario conduce a la desintegración mental[2].

La libertad nos da miedo, porque nos pone frente a nuestra propia responsabilidad, sintiéndonos vulnerables. El ser humano ansía la libertad, pero cuando la tiene, a menudo duda y no sabe qué hacer con ella, delegando la decisión en otros: seguir el rebaño, imitar los usos y costumbres que nos rodean. De este modo experimentamos una protección que nos hace sentir seguros.

Pero hay que distinguir entre una libertad externa y una libertad interna. Fromm las denominaba libertad negativa (liberarse de las convenciones sociales impuestas) y libertad positiva (desarrollo personal de la dimensión creativa personal). La reflexión filosófica y psicológica contemporánea insiste en que no sólo hay presiones externas y sociales para nuestra libertad, también hay condicionamientos internos, genéticos, psíquicos, etc. que nos están influyendo continuamente, aunque no tengamos conciencia de ello. Algunos autores han llegado a afirmar que el ser humano no es libre en absoluto, y que todas sus acciones vienen determinadas en los diversos niveles de lo humano (genético, psíquico o social).

Aunque es verdad que nunca estaremos completamente libres de influencias, ya que nos rodean por todas partes y nos ofrecen percepciones del mundo a menudo manipuladas, que influyen en nuestra conducta de manera consciente o inconsciente, no podemos negar al ser humano un espacio interior de libertad personal. Pero ello reclama un trabajo profundo de crecimiento personal. Para poder vivir un grado mínimo de libertad personal es necesario un proceso humano de maduración y desarrollo: autoconciencia, autodominio, disciplina y responsabilidad. Si no maduramos como personas carecemos de los elementos necesarios para elegir libremente, y quedamos a merced de la manipulación que nos rodea, porque no hemos salido de la situación vulnerable de ignorancia y dependencia propia del estado infantil.

El camino de la libertad humana es posible, pero requiere aprendizaje, constancia, trabajo, autenticidad, valentía, etc. En esta línea reflexiona From cuando dice: “el hombre, cuanto más gana en libertad, en el sentido de su emergencia de la primitiva unidad indistinta con los demás y la naturaleza, y cuanto más se transforma en individuo, tanto más se ve en la disyuntiva de unirse al mundo en la espontaneidad del amor y del trabajo creador[3] . La verdadera libertad humana se va realizando como un camino personal de amor y de trabajo en la creatividad.

[1] FROMM, Erich, El miedo a la libertad, Paidos, México, 1991, p. 23.

[2] Ibid. p. 39.

[3] Ibid., p. 42.

El cristianismo en Europa (y 2): faltan escuelas de vida cristiana

Xabier Segura Echezárraga

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La Iglesia como casa y escuela de comunión

Juan Pablo II definió el reto de la Iglesia del tercer milenio como ser “una casa y escuela de comunión”. Con ello centraba el núcleo del mensaje cristiano a la luz del concilio Vaticano II, un concilio pastoral que no cambió los dogmas ni trajo grandes cambios doctrinales. La novedad del concilio fue poner al hombre en el centro del mensaje eclesial y mostrar la evangelización como aquella buena noticia que da respuesta a todas las preguntas e inquietudes humanas: los gozos y esperanzas del hombre se hallan en Cristo (cf. Gaudim et Spes).

La misión de la Iglesia es conducir a las personas reales, las de nuestro mundo, hacia Él. Los dogmas están ahí. Las doctrinas las tenemos y se llevan exponiendo durante siglos. Lo importante es que el mensaje llegue a las personas concretas y reales de nuestro tiempo para que puedan vivirlo. Es indispensable la presencia en la Iglesia de escuelas de formación cristiana, pero no sólo a nivel teórico e intelectual sino en la vida real.

También las doctrinas deben ser reformuladas, en ocasiones, porque el lenguaje humano está condicionado social y culturalmente y va variando. Nuestras palabras son limitadas e insuficientes, mientras que Dios está más allá de nuestros criterios mundanos y sólo podemos acceder a Él en el misterio de su gracia, que nos invita a vivir unas experiencias evangélicas.

Tradición y tradiciones

No hace mucho tiempo una mujer de Iglesia, investigadora en temas sobre la mujer, se reunía con el prefecto de la Congregación de la Fe, Luis M. Ladaria, y hablaban de la importancia de distinguir la Tradición de la Iglesia (con mayúsculas) de otras tradiciones, costumbres y formulaciones humanas. No siempre es fácil distinguir lo que Dios quiere de los ropajes culturales de los hombres. Incluso en la Biblia. El prefecto de la Fe le animó a investigar y continuar trabajando para distinguir ambas cosas. Hay que descubrir en las palabras de una época, con sus condicionamientos culturales, el mensaje de Dios. No podemos ir evangelizando a golpes de Biblia, ni pensar que se trata sólo de explicar doctrinas, sino que también hay que invitar a realizar experiencias.

Hace unos años, recuerdo a un catequista enfadado que discutía con un presbítero si Adán fue o no un personaje histórico. Si identificamos la Revelación con esas interpretaciones literales fundamentalistas estamos edificando la Iglesia sobre bases falsas que pueden conducir a sectarismos o conductas aberrantes. Es una cura de humildad el recordar que en nombre de Dios se han cometido atrocidades, y que la palabra de Dios ha servido de justificación para algunas de ellas. Los últimos papas han dado un hermoso testimonio al pedir perdón por ello, y la reciente visita del papa Francisco a Canadá y sus encuentros con los indígenas lo expresa claramente.

La época de cristiandad ha terminado. No tiene sentido confundir el cristianismo con las formas de una época histórica, queriendo volver a ellas. El tiempo en que el cristianismo, apoyado por el poder político, cumplía una función educativa y moral en grandes capas de la población no parece que vaya a volver. Hay que liberar la Iglesia de las dinámicas no evangélicas, asimiladas por influencias políticas y culturales del pasado.

Redescubrir el papel del pastor en una iglesia sinodal

No podemos ligarnos a las formas tradicionales, identificando con ello la fidelidad eclesial. No tiene sentido vivir la relación con la jerarquía como señores feudales que exigen sumisión. El pastor es un padre de familia, pero la comunidad ha de ser una verdadera familia, no un grupo sociológico difuso y sin consistencia. La obediencia cristiana tiende al encuentro con Dios: hay que obedecer a Dios antes que a los hombres. La obediencia a los pastores como presencia del Maestro deforma su sentido fuera del contexto de una vida de familia en el amor. Amar a los pastores es también decirles la verdad, interpelarlos, hacerles salir de los bucles clericales y abrir nuevos caminos.

La nueva manera de vivir el Evangelio en nuestra época escucha los signos de los tiempos, promoviendo una espiritualidad cristiana sinodal que profundice la dimensión comunitaria y de comunión. El pastor eclesial debe haber recibido esta formación, aprendiendo a escuchar y dialogar, porque -como dice la Regla de San Benito- Dios habla a veces por boca del último llegado a la comunidad. Todos debemos estar atentos al Espíritu, que sopla donde quiere. Hay que promover y confiar en el instinto sobrenatural del discernimiento, propio de los cristianos, y ofrecernos mutuamente la luz que recibimos de Dios, en actitud recíproca de obediencia. Así se va regenerando la comunidad cristiana, donde se viven y se enseñan las experiencias de amor y de unidad que hacen descubrir al pastor su papel auténtico en la unidad eclesial, abandonando costumbres clericales paternalistas y reencontrándonos todos como hermanos de comunidad, con misiones y funciones diversas. Es necesario aprender a dialogar, escucharnos mutuamente, hasta coincidir en la luz, que es el signo de la presencia de Jesús en la comunidad (cf. Mt 18,20), como fruto de una experiencia humana de pobreza interior, donde todos los bautizados buscan la luz de Jesús en medio de todos, dispuestos a perder opiniones subjetivas.

Tampoco hay que tener miedo a los conflictos, que son propios de la vida, y más aún, de la fidelidad al Evangelio: el Reino de Dios se abre paso con violencia. La palabra de Dios es incómoda. Ha venido a incomodarnos, a sacarnos del engaño y la mentira en la que tendemos a instalarnos. También entre nosotros debemos ofrecernos mutuamente, con amor y caridad, la verdad del Evangelio, que a veces puede hacernos sufrir.

Pablo no tuvo reparo en interpelar a Pedro, la columna de la Iglesia, cuando vio en él actitudes hipócritas de disimulo ante los judaizantes. Se denomina a esto el incidente de Antioquía. También los pastores necesitan ser interpelados, para ser fieles a su vocación. Y la jerarquía necesita escuchar a los carismas: la unidad de ambos da frutos de fecundidad espiritual en el seno de la Iglesia.

La experiencia sinodal: coincidir en la luz de Jesús

Dios quiere dar a los cristianos, a todos los bautizados, una mentalidad nueva que se renueva cada día. Si los bautizados no ofrecen la luz que reciben, o no acogen la luz de sus hermanos, pueden estar cometiendo un fraude a la comunidad. El pastor, como cabeza de familia, administra el amor que se vive en comunidad y expresa la unidad de la misma, pero necesita la aportación libre y responsable de todos. La presencia de Cristo es algo que se puede experimentar en el seno de la comunidad, cuando se dan las condiciones evangélicas necesarias. Este ambiente hace que el pastor encuentre su lugar justo, como signo de la presencia de Cristo, pero sin sustituirlo. El ministerio ordenado, en la Iglesia, es la manifestación de una presencia, mientras que el clericalismo es una usurpación más o menos consciente. Porque el único que salva es Jesucristo, presente en la asamblea, a quien todos debemos aprender a escuchar y reconocer, como hicieron los discípulos de Emaús.

El cristianismo no son ideas, sino experiencias humanas que nos llevan a un encuentro con Cristo, en el seno de la comunidad. Unidos personalmente a Jesucristo expresamos, como un don de Dios, la unidad de la comunidad. En la Iglesia todo está al servicio de la experiencia cristiana, que es una participación en el misterio de la vida, muerte y resurrección de Jesús. Todo está al servicio de la gloria de Dios (cf. San Ignacio de Loyola) expresada en el hombre viviente (cf. San Ireneo de Lion).

El testimonio de la Iglesia: amor y unidad

El testimonio evangelizador de la Iglesia no proviene de la presentación de unas ideas, unas doctrinas o unos dogmas muy convincentes. Cuando más convincente quiso ser Pablo, en el areópago de Atenas -el templo de la razón griega- es cuando tuvo uno de sus mayores fracasos. Pero allí, precisamente, es donde pudo intuir que la puerta de la sabiduría cristiana es la cruz.

El cristianismo necesita la pedagogía y los espacios del aprendizaje mistagógico de la experiencia de fe, que edifican la comunidad cristiana. La misión evangelizadora de la Iglesia se realiza y muestra su atractivo en las experiencias personales y comunitarias, que son obras de amor, fruto de la fe, comunicadoras de paz y alegría interior. El verdadero testimonio evangélico, que atrae a los seres humanos, es la vivencia del amor compartido, condición para recibir el don de la unidad. El evangelio de Juan lo resume así: En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si os tenéis amor los unos a los otros (cf. Jn 13,35). El testimonio es la alegría que brota de la fraternidad cristiana, que pacifica el corazón y se irradia hacia los demás. Es un mensaje central del papa Francisco en su exhortación apostólica Evangelii Gaudium y en su encíclica Fratelli Tutti.

Epílogo

Es necesario caminar para que la Iglesia sea una casa y una escuela de comunión, donde aprender a vivir el amor y acoger el don de la unidad, siguiendo los pasos de Jesús.

El papa Francisco procura implementar en la Iglesia las reformas necesarias para que la estructura eclesial no quede anclada en las formas del pasado y pueda ser un espacio de transparencia de la presencia divina, llevando el Evangelio al mundo actual. La Iglesia está siempre en proceso continuo de conversión y renovación, para ser fiel al Maestro, pero también para ser fiel a la humanidad, a quien ofrece una Buena Noticia que no pierde vigencia.

El cristianismo en Europa (1)

Xabier Segura Echezarraga

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Una Iglesia de cristiandad en crisis

Hace unos años, cuando era profesor de teología, Josep Ratzinger decía que estamos en la época final de la cristiandad, entendida como un gran sistema religioso ligado al poder político, con poder e influencia, y que en el futuro la Iglesia serían pequeñas comunidades, menos poderosas e influyentes en la sociedad, pero más auténticas y responsables en la vivencia de su fe. Este anuncio, de quien después sería prefecto para la Congregación de la Fe, y más tarde papa Benedicto XVI, está resultando profético.

El cristianismo sufre una gran crisis en Europa, navegando entre la añoranza de los tiempos pasados y la inquietud de un porvenir que no se sabe dónde va. En Asia y África, donde el cristianismo ha sido y es minoritario (o al menos no es predominante), la situación es distinta. América oscila entre el fundamentalismo evangelista y el activismo social en favor de los oprimidos, entre el conservadurismo político, el progresismo social y el populismo manipulador.

Quizás haya que decir que, afortunadamente, Europa ya no es el centro del mundo. Y el signo eclesial de unos papas no europeos es muestra de ello. Europa fue durante siglos, la principal matriz del cristianismo, que después se exportó a todo el mundo. Pero la crisis religiosa europea tiene unas raíces que proceden de su historia misma. Aunque no podamos juzgar tiempos pasados con criterios presentes, sí podemos valorar el momento actual.

Vamos a reflexionar a partir de tres ejemplos de situaciones eclesiales reales, históricas, relativamente cercanas, que pueden ser anecdóticas, pero no dejan de ser muy significativas.

Hace tres décadas, un laico, representante de una comunidad eclesial, dialogaba con el vicario general de una diócesis y le explicaba la necesidad de vivir el cristianismo centrado en vivencias de amor y de unidad. El vicario general le dijo que estos temas no estaban en el plan pastoral diocesano. Aquel laico le respondió que habría que cambiar el plan pastoral diocesano. En esa misma diócesis, otro miembro de un grupo eclesial visitó años después al obispo y le hizo una propuesta para formar cristianos con una vivencia profunda. El obispo le respondió que a él no le interesaba tanto eso. Que más que una experiencia evangélica intensa y radical, él prefería algo suave y diluido, como una especie de colorante que sirva para mejorar un poco a las personas. Actualmente, muchos años después, esta diócesis carece de vocaciones ministeriales, sustituye los presbíteros ancianos por otros importados de diócesis lejanas y el panorama de las parroquias es desolador.

En otra ocasión -el tercer caso-, un eclesiástico con misión pastoral daba un tema de formación a un grupo de cristianos. Explicaba un documento del magisterio e iba leyendo fragmentos. Una persona le hizo una pregunta para aclarar un texto. El eclesiástico volvió a leer el texto. Le preguntaron de nuevo y él no supo desarrollarlo más: volvió a leer el mismo texto. Parecía que tenía miedo a explicarlo con sus propias palabras, y para no decirlo mal, prefería repetir las mismas frases. Sonaba como un mensaje teórico y abstracto que no se podía concretar, encarnar, ni se podía dialogar sobre el mismo.

Con el paso del tiempo he reflexionado sobre estos hechos. En el trasfondo veo las raíces del secularismo europeo. El cristianismo se ha extendido en Europa de modo territorial, con divisiones en provincias-diócesis y parroquias. Cada persona se bautizaba en el espacio de su demarcación, y no tanto por la pertenencia a una comunidad y los vínculos establecidos en ella. Y atendía un funcionario eclesiástico, encargado de la zona. Es la herencia de la organización romana, que la Iglesia asume (con la llegada de los bárbaros), haciendo papeles de suplencia, añadiendo algunas normas éticas y morales. Pero este cristianismo vinculado al poder y la política, que tuvo importancia durante siglos, hoy está naufragando.

Recuperar las experiencias cristianas

No se debe caer en la tentación de promover un cristianismo superficial, de ideas y devociones, que no sabe convivir con el diálogo y la crítica, y que cuando carece del apoyo y la protección de los poderes públicos tiende a ir desapareciendo, como aquel colorante que se va diluyendo cada vez más, hasta que no queda prácticamente nada.

Da la impresión de que falta a veces, en los cristianos, capacidad de dialogar, y se oscila entre un discurso paternalista de quien tiene la verdad y la comunica desde una posición de superioridad, o el miedo acomplejado a no saber responder a otros planteamientos diferentes de los nuestros…

¿Será que nos falta fe para creer a fondo nuestro propio mensaje? ¿O es que no sabemos encarnarlo, de modo que nuestras acciones, razones y palabras puedan dar testimonio de aquello en lo que creemos?

No se puede reducir el mensaje cristiano a unas doctrinas, unas ideas, unas palabras, unas normas morales. El cristianismo es eso y mucho más.

Ya en el siglo XX, C. G. Jung y su discípula M. Von Franz explicaban que el problema de las tradiciones religiosas era mantener los ritos y las palabras y olvidar las experiencias religiosas originarias. Este es el gran peligro también del cristianismo. Por querer ser fieles a una tradición nos hemos centrado en mantener doctrinas y preservar dogmas, pero … ¿no estamos olvidando promover las experiencias genuinas que están en la base del cristianismo?

¿Qué experiencias originarias habría que promover? La oración-interiorización que nos pone en contacto con la Palabra de Dios, la realización de experiencias evangélicas en escucha de la palabra divina, las vivencias comunitarias típicas del cristianismo, etc.

Defender el dogma, explicar las doctrinas, mantener los ritos… es una parte necesaria pero incompleta de la tradición cristiana. Es fundamental la dimensión mistagógica o, con palabras más sencillas, enseñar a vivir el cristianismo, entrar en el misterio de la fe. El cristianismo no son ideas sino experiencias de vida y, fundamentalmente, la experiencia del encuentro con Jesucristo en el seno de su Iglesia. Lo ha dicho Juan Pablo II y todos los papas posteriores.

No se trata de caer en el pelagianismo y pensar que con nuestras obras vamos a obtener la salvación. La auténtica doctrina católica sabe que todo depende de la gracia de Dios, pero que también se reclama la experiencia humana, sin la cual, Dios, en el misterio de su infinita misericordia, parece que a veces prefiere no hacer nada. Es también el misterio de la libertad humana. Para llevar a cabo su historia de salvación, Dios reclama nuestra fe y nuestras obras. La doctrina católica valora la primacía de la fe, en la cual se insertan las obras del cristiano. Una fe sin obras está muerta. No podemos olvidar esta dimensión del cristianismo. Si en la tradición católica las obras son importantes, no caigamos en la tentación de darlas por supuesto y pensar que, una vez expuestas de manera doctrinal, ya las vivimos.

El gran drama existencial de Occidente es identificar la realidad con el pensamiento y creer que por tener una idea en la cabeza, ya la vivimos.

¡Nada más lejos de la realidad!

(Continuará…)

¿Cristianismo progresista o conservador?

Xabier Segura

El cristianismo oscila entre dos tendencias, la progresista y la conservadora.
Tradicionalmente en Europa se ha identificado a los progresistas con las tendencias de
izquierda, y a los conservadores con la derecha política.
El modelo progresista fue el socialismo-comunismo. H. U. Von Balthasar entendía el
comunismo marxista como una deformación de la esperanza cristiana, traspasada hacia un
mundo en el que Dios ha muerto y debemos confiar en la lucha social para conseguir el paraíso
socialista, a golpe de esfuerzo personal y colectivo, unidos a otros pobres (¡Proletarios, uníos!)
y en contra de los ricos, enemigos de clase.
Pero los resultados de los proyectos políticos comunistas en el siglo XX fueron demoledores.
Los cristianos inspirados en estas propuestas se quedaron sin saber a dónde mirar. Parecía que
las tendencias conservadoras prevalecían, y también su influencia eclesial.
Pero no nos engañemos. Es otra tentación. Jesús de Nazaret actuó como un revolucionario, en
el contexto de la situación social y religiosa de su época. Y las castas religiosas conservadoras
(saduceos, etc.) fueron sus principales enemigos.
No podemos confundir el cristianismo con la forma concreta como se ha vivido durante una
cierta época histórica. La Iglesia ha de estar siempre en actitud constante de conversión, en
atención a su esposo, Jesucristo. El cristianismo verdadero es fidelidad a Cristo, y no debemos
confundirlo con las formas sociales y culturales de épocas pasadas, miradas con añoranza.
Conocí a una persona que envió una ponencia a un Congreso cristiano sobre la familia. El título
de la ponencia era significativo: “La familia cristiana no es la familia tradicional”. La ponencia
no fue aceptada, con el argumento de que no se entendía qué quería decir, cuáles eran las
conclusiones. Yo creo que el mensaje estaba muy claro: la familia cristiana no es la familia
tradicional. El contenido de la ponencia estaba bien fundamentado bíblica y teológicamente.
Jesús de Nazaret no fue bien acogido en familias tradicionales judías, ya que él propone un
nuevo estilo de familia, no patriarcal, reunida en torno a sí mismo: por eso hay que “dejar
padre y madre, campos y tierras, seguirlo” y “amarle por encima de todas las cosas”, etc.
Debemos evitar la tentación de presentar como cristianas cosas que, siendo buenas, no son
genuinamente cristianas. La familia tradicional tiene un papel fundamental en el Antiguo
Testamento, pero no en el Nuevo Testamento. Jesús llama a todos a seguirle: a familias
tradicionales y a no tradicionales. Promover la familia tradicional puede ser bueno para la
humanidad y la Iglesia, pero la comunidad cristiana llama y acoge a todos, sin hacer acepción
de personas, y más bien intuyendo que los más pobres y vulnerables son los preferidos del
Señor. En esta línea ha hablado el papa Francisco en diversas ocasiones.
El cristianismo no son ideas, ni progresistas ni conservadoras, sino experiencias humanas que
nos llevan a un encuentro con Cristo, en el seno de la comunidad cristiana. En Jesucristo
encontramos la experiencia y el discernimiento para conservar todo lo que hay que conservar,
y progresar en lo que haga falta, aquello que hay que cambiar y mejorar.
Jesucristo es el nexo de unión de cristianos de todos los orígenes, culturas y procedencias, con
visiones sociales y políticas distintas. Allí donde hay Iglesia se reproduce la imagen del profeta
Isaías de un gran rebaño de animales domésticos y salvajes, todos ellos convocados en
ambiente de paz y armonía y gobernados por un niño (cf. Is 11,6). Un grupo de individuos muy
distintos, donde todos encuentran lo que necesitan y viven en fraternidad.
Pero todo esto no excluye conflictos, incomprensiones, desacuerdos, etc. Muchos de ellos
corresponden a los condicionamientos socio-culturales y las experiencias biográficas
individuales, e incluso las miserias y debilidades personales. Pablo no tuvo reparo en interpelar
a Pedro, la columna de la Iglesia, denunciando su falta de valentía para acoger a los paganos.
Gracias a ello la Iglesia avanzó en el camino de la salida del mundo judío, la apertura a los
griegos y a otras culturas. La Iglesia avanza con la fidelidad de sus miembros, que trabajan en
el camino de la comunión y la fraternidad, a veces con muchas dificultades.
Cuando el papa Juan Pablo II se reunió con Ernesto Cardenal en Nicaragua en 1984 le hizo una
advertencia muy seria para que abandonase la política. Juan Pablo II, después de haber visto de cerca todo el fruto terrible que el comunismo había dejado en su país natal, no comprendía
que pudiese haber personas que sintiesen la tentación de compaginar el cristianismo con una
ideología que para él era diabólica. Pero Ernesto Cardenal, desde una situación social y política
tan distinta, quería ser fiel a la Iglesia y su mensaje en medio de un pueblo oprimido y
maltratado. El proceso posterior de la revolución sandinista hasta nuestros días nos hace intuir
que quizás al papa polaco no iba desencaminado. ¿Quién tenía razón? Quizás los dos. La
historia humana se escribe en un proceso biográfico de fidelidad-infidelidad, no exento de
errores, pecados, sufrimientos, ambigüedades y deformaciones. ¿Por qué Dios permite estos
desencuentros de personas que procuran ser fieles a su vocación? Es el misterio de la Iglesia.
Caminamos en medio de la historia, con nuestros condicionamientos personales.
Lo que nos une a todos, en la Iglesia, es Jesucristo: es la caridad de Cristo, su amor y su
misericordia, en los que debemos sumergirnos, y de los que debemos alimentarnos para
mantener la fidelidad.
El 2 de febrero de 2019 el papa Francisco levantó la suspensión canónica a Ernesto Cardenal después de 34 años y el nuncio apostólico le visitó en su casa, y se arrodilló delante del
enfermo, pidiéndole su bendición, cosa que Ernesto Cardenal le dio con alegría.
Es el misterio de la Iglesia.
La Iglesia no es conservadora ni progresista, y cuando lo parece, conviene recordar que no se
acomoda a los criterios humanos. El secreto está en identificarse con Cristo, que tuvo
seguidores de ambas tendencias, y también persecuciones de ambos lados.
Jesucristo, como presencia vivida en la comunidad de fe, es el anclaje firme y seguro de
nuestra vida, donde encontramos la identidad que se mantiene en el tiempo y da coherencia a
nuestra biografía. Al mismo tiempo es la fuente de progreso y renovación que la vida nos
reclama cada día, y hoy más que nunca, en un mundo en transformación.
Porque -como dice el papa Francisco- más que una época de cambios, estamos en un cambio
de época.

El clericalismo y los males de la Iglesia

Introducción

El sábado 12 de marzo de 2022 el Papa Francisco presidía la misa en la Iglesia madre de la Compañía de Jesús (la iglesia del Gesù de Roma) celebrando el 400° aniversario de la canonización de San Ignacio de Loyola y San Francisco Javier junto con Santa Teresa de Jesús, San Isidro Labrador y San Felipe Neri. En la homilía animaba a renovar la vocación a seguir a Jesús, vivir en comunión y trabajar por la fraternidad en la Iglesia y en el mundo, rechazando personalismos y divisiones. Y añadía: “No nos dejemos arrastrar por el clericalismo que nos vuelve rígidos, ni por las ideologías que dividen. Los santos que hoy recordamos han sido columnas de comunión”. 

En el trasfondo encontramos una pugna entre dos mentalidades: la mentalidad clerical y la nueva mentalidad, nacida del Concilio Vaticano II, de una Iglesia de comunión.

Palabras del Papa

En circunstancias diversas el Papa ha diagnosticado el clericalismo como uno de los mayores problemas eclesiales. Lo decía en una entrevista al diario “El País” en enero de 2017: “El clericalismo es, a mi juicio, el peor mal que puede tener hoy la Iglesia”. Unas ideas que ha reiterado en diversos momentos, desde poco después de su elección como Papa:

  • “Quiero que la Iglesia salga a la calle, quiero que nos defendamos de todo lo que sea mundanidad, de lo que sea instalación, de lo que sea comodidad, de lo que sea clericalismo, de lo que sea estar encerrados en nosotros mismos” (Encuentro con los jóvenes argentinos en la Catedral de San Sebastián de Río de Janeiro, 25-7-2013).
  • “Es necesario vencer esta tendencia al clericalismo, también en las casas de formación y en los seminarios (…)  no tenemos que formar administradores, sino padres, hermanos, compañeros de camino» (A los obispos del Consejo episcopal latinoamericano (CELAM) en Río de Janeiro, 28 de julio de 2013).
  • “La tentación del clericalismo, que tanto daño hace a la Iglesia en América Latina, es un obstáculo para que se desarrolle la madurez y la responsabilidad cristiana de buena parte del laicado. El clericalismo entraña una postura autorreferencial, una postura de grupo, que empobrece la proyección hacia el encuentro del Señor, que nos hace discípulos, y hacia el encuentro con los hombres que esperan el anuncio. Por ello creo que es importante, urge, formar ministros capaces de proximidad, de encuentro, que sepan enardecer el corazón de la gente, caminar con ellos, entrar en diálogo con sus ilusiones y sus temores. Este trabajo, los obispos no lo pueden delegar” (Videomensaje a los participantes en la peregrinación al Santuario de Nuestra Señora de Guadalupe, Ciudad de México, 16-11-2013).
  • «Los laicos son simplemente la inmensa mayoría del Pueblo de Dios. A su servicio está la minoría de los ministros ordenados. (…) La toma de conciencia de esta responsabilidad laical que nace del bautismo y de la confirmación no se manifiesta de la misma manera en todas partes. En algunos casos porque no se formaron para asumir responsabilidades importantes, en otros por no encontrar espacio en sus iglesias particulares para poder expresarse y actuar, a raíz de un excesivo clericalismo que los mantiene al margen de las decisiones” (Evangelii Gaudium, Exhortación Apostólica sobre el anuncio del Evangelio en el mundo actual, n. 105, 24-11-2013).
  • “Si el seminario es demasiado grande, es necesario separarlo en comunidades con formadores capaces de seguir realmente a las personas. El diálogo debe ser serio, sin miedo, sincero. Es necesario considerar que el lenguaje de hoy de los jóvenes en formación es distinto de aquél de quienes los han precedido: vivimos un cambio de época. La formación es una obra artesanal, no policíaca. Tenemos que formar el corazón. De otro modo formamos pequeños monstruos. Y después, estos pequeños monstruos forman al pueblo de Dios. Esto realmente me pone la piel de gallina” (Coloquio del Papa Francisco con los superiores generales de los institutos de vida consagrada publicado en la Civiltà Cattolica, 29-11-2013).
  • Las mujeres en la Iglesia deben ser valorizadas, no “clericalizadas”. Los que piensan en las mujeres cardenales sufren un poco de clericalismo» (Entrevista para La Stampa, 10-12-2013).
  • “Cuando falta la profecía, el clericalismo ocupa su sitio, el rígido esquema de la legalidad que cierra la puerta en la cara al hombre” (Misa matutina en la capilla Santa Marta,16-12-2013).
  • “Debemos extirpar el clericalismo de la Iglesia. El clericalismo hace mal, no deja crecer a la parroquia, no deja crecer a los laicos” (Visita a la Parroquia romana de Santo Tomás Apóstol, 16-2-2014).
  • “El clericalismo es una verdadera perversión en la Iglesia. (…) El clericalismo pretende que el pastor esté siempre delante [del rebaño], establece una ruta y castiga con la excomunión a quien se aleja de la grey. Esto es exactamente lo contrario a lo que hizo Jesús. El clericalismo condena, separa, frustra, desprecia al pueblo de Dios» (Viaje a Mozambique, 5 de septiembre de 2019).
  • “El clericalismo es una perversión del sacerdocio: es una perversión. Y la rigidez es una de sus manifestaciones” (Visita a la comunidad del Seminario Pontificio Regional Pío XI, en Ancona, 11-6-2021).

Son algunos textos del Papa, pero podríamos encontrar muchos más…

Reflexión

En el momento actual, estamos ante un signo de los tiempos: se trata de descubrir hacia dónde empuja el Espíritu. Se han convocado encuentros para profundizar la sinodalidad en toda la Iglesia. El paso fundamental es avanzar desde una iglesia clerical a una iglesia de comunión. Algunos problemas actuales de la Iglesia, como la pederastia, tienen en su origen una deficiente formación del clero que no ha podido madurar en aspectos importantes de la personalidad, como la afectividad y la sexualidad. El hecho de que se trate de una realidad que se da en todos los ámbitos e instituciones, y sobre todo en las familias, no exime de la responsabilidad de una institución que asume la vocación de formar personas en el amor de Dios. El tema de la formación en la Iglesia es, por tanto, un aspecto fundamental.

Conviene hacer una breve reflexión sobre el clericalismo, su origen y sus causas, para poder descubrir vías de solución. No es suficiente con repetir las palabras del Papa y creer que con eso ya las cosas han cambiado. No hay que confundir las palabras con los hechos, ni las buenas voluntades con su realización. La Iglesia necesita profundos cambios en su funcionamiento para la superación del clericalismo que el Papa está reclamando.

De hecho, el problema del clericalismo es complejo y tiene unas raíces muy profundas. Históricamente, la Iglesia ha ejercido tareas de suplencia, vinculándose a veces con el poder político, para educar al pueblo y la sociedad. En ese camino, a partir de la Reforma Gregoriana y después con el Concilio de Trento, asumió la tarea de preparar “buenos sacerdotes” para poder guiar a un pueblo de Dios inculto y muchas veces analfabeto. Se trataba de conducir a los fieles a través de unas “élites” bien preparadas. Tras el Concilio de Trento se desarrolla la espiritualidad sacerdotal, como un itinerario de santidad para individuos elegidos. Como respuesta a la reforma protestante se sustituyó la complejidad de la Biblia por doctrinas y devociones, fomentadas popularmente, y apoyadas por el poder político y social.

Por este camino ha habido en la Iglesia muchos presbíteros y religiosos santos y bien preparados, que han cumplido su misión de evangelizar y promover progreso social. Pero también ha habido elementos negativos, que hoy salen a la luz de manera evidente. De hecho, se ha inoculado el virus del clericalismo, identificando a la Iglesia con los curas y las monjas. Se trata de una profunda deformación, que no responde a la voluntad de Jesús de Nazaret, que convocó a laicos casados y célibes, hombres y mujeres que le seguían, para unificar el pueblo de Dios. En todas las religiones aparecen grupos clericales que organizan y dominan la vida religiosa, pero Jesús no formó parte de la rama sacerdotal judía en torno al Templo de Jerusalén, y el único libro del Nuevo Testamento que habla expresamente del sacerdocio quiere mostrar, precisamente, su absoluta ruptura con todo clericalismo y la novedad de un nuevo estilo sacerdotal inaugurado por Jesús mismo, y comunicado a todo el pueblo de Dios: el sacerdocio común de los bautizados.

Sin negar el valor de lo que la tradición ha ido desarrollando, como intento de fidelidad condicionada históricamente por las circunstancias de cada época, hay que volver la mirada siempre al origen, que para los cristianos se sitúa en Jesús de Nazaret y la Iglesia primitiva. Por encima de las costumbres y hábitos adquiridos con el paso del tiempo está siempre la fidelidad a Jesús mismo, que debe ser replanteada en cada momento histórico.

Con esta clave hay que leer las palabras del Papa, que subrayan el peligro de una jerarquía y un ministerio que se han acostumbrado a mandar, y un pueblo que se ha acostumbrado a obedecer, siguiendo un modelo más medieval que evangélico. También existe una “clericalización del laicado”, habituado por costumbre y comodidad a relegar funciones en el clero. El problema de fondo es que se ha fijado la vida interna eclesial como una estructura organizativa y de poder, que ha funcionado durante siglos, pero que hoy está naufragando en muchos lugares. La realidad actual muestra una gran debilidad de las comunidades cristianas, convertidas en grupos sociológicos de edad avanzada, con gustos devocionales o religiosos compartidos, pero con escasa capacidad de ofrecer a los jóvenes la vida cristiana como un estilo de vida atractivo, alternativo frente a los nuevos modelos sociales y culturales. De este modo abundan las comunidades parroquiales ficticias que no suscitan vocaciones, y las pocas que aparecen tienden a reproducir el modelo clásico, con un estilo individualista donde prevalecen las virtudes y capacidades personales del ministro ordenado y brilla por su ausencia la vida fraterna de la comunidad.

Es evidente que la solución a este problema pasa por un cambio profundo del paradigma eclesial. Un peligro fraudulento sería que la comunión y la sinodalidad se conviertan en palabras novedosas incorporadas al discurso eclesiástico cuyo contenido se diluye, procurando parecer que todo cambia para que todo continue igual. O sea: cambiar las formas y las apariencias para mantener el sistema clerical un poco más atenuado. Es difícil que la generación presente pueda dar paso a una iglesia no clerical, cuando se ha recibido una formación marcadamente clerical. Sólo el Espíritu Santo puede llevar a cabo un cambio tan profundo como el que la Iglesia necesita hoy: “para los hombres es imposible, pero para Dios nada es imposible». Se trata de palabras del arcángel Gabriel a María (cf. Lc 1,37) que provocan su respuesta de fe y abren paso a la Encarnación. Unas palabras que Jesús recoge y repite a sus discípulos para contrarrestar su poca fe (cf. Mt 19,26). Los signos de los tiempos apuntan a un cambio de esta naturaleza, que solo puede realizarse con el poder de Dios.

En los años del Postconcilio han surgido interesantes experiencias comunitarias fruto del Espíritu, pero que apenas han conseguido desarrollar un discurso teológico que ayude a promover los cambios necesarios, mientras que la teología y la reflexión han quedado en manos de la mentalidad clerical. Esta profunda disociación motiva las fricciones entre algunos miembros de la institución eclesial y grupos y movimientos eclesiales con experiencias y aportaciones que podrían iluminar el itinerario hacia un nuevo estilo eclesial. Mientras que los miembros clericales de la institución tienden a oscilar entre la añoranza del pasado y la peligrosa influencia de la mundanidad -ambas denunciadas por el Papa Francisco-, el pueblo de Dios camina, a veces desorientado, sin ver con claridad los elementos con los que pueda avanzar en el presente.

Hay que tener en cuenta que la teología que se ha hecho durante siglos está alimentada por una mentalidad clerical. Es lo que hay. Y una consecuencia de ello ha sido la ausencia de la mujer en los ámbitos de decisión y responsabilidad eclesiales y la poca escucha de su voz y sus criterios en la reflexión teológica. Una situación preocupante que provoca una deformación profunda, mutilando la dimensión femenina en la vida eclesial. Como reacción han aparecido diversas formas de teología feminista con aportaciones de mucho interés, pero también peligrosos desequilibrios en sentido contrario. El pensamiento cristiano no puede surgir del dominio o la exclusión, pero tampoco de la reivindicación victimista. Más bien debería confluir en una teología eclesial hecha desde la comunión y el diálogo de ambos, el hombre y la mujer.

Retos ante el futuro

La secularización y la crisis de vocaciones son signos del Espíritu que están reclamando un nuevo estilo de ministerio ordenado al servicio de comunidades cristianas probablemente más pequeñas, pero más concienciadas y responsables de su identidad y misión.

El itinerario de la desclericalización eclesial reclama nuevas experiencias en el seno de la Iglesia, mediante la puesta en práctica de iniciativas concretas, sin las cuales difícilmente podrá alcanzarse una renovación. Algunas iniciativas necesarias, a mi parecer, son las siguientes 4 propuestas:

  1. Cambio de mentalidad: prioridad de la comunidad cristiana. Se necesita un cambio de mentalidad: la comunidad cristiana hay que crearla, no darla por supuesta. Que los ministros ordenados sirvan a la Iglesia significa que es necesario que obispos y presbíteros estén capacitados para engendrar verdaderas comunidades cristianas, con personas reales y concretas que nacen y maduran en la vida cristiana: leen y estudian la Biblia, asisten a las celebraciones y oran juntos, ejercitan la caridad atendiendo a los necesitados, comparten actividades lúdicas y culturales, se ejercitan en la comunión y la fraternidad. Hay que redescubrir la vida cristiana como una vida de familia, entretejida de relaciones humanas, y no reducirla al cumplimiento dominical. El ministerio ordenado siempre será necesario, pero al servicio de verdaderas comunidades cristianas. Hay que formar a todos los cristianos en la experiencia de comunión. La sinodalidad será una consecuencia.
  2. Nuevo estilo de formación eclesial. Son necesarios cambios profundos en la formación eclesial. Hay que crear Seminarios para el Pueblo de Dios, y no solamente Seminarios clericales. El Seminario del Concilio de Trento ha cumplido su misión y ha de pasar a un nuevo estilo de formación, integradora y plural. Los presbíteros saldrán de estos Seminarios nuevos, pero también saldrán de allí vocaciones al matrimonio y a la vida religiosa. Para una eclesiología conciliar de la Iglesia como Pueblo de Dios es necesario crear Seminarios para el Pueblo de Dios.
  3. Nuevo estilo de obispos. Se ha de replantear no solo la formación de los presbíteros, sino también la de los obispos. Los obispos no puede ser una selección promocionada de presbíteros clericales sino verdaderos hombres de Iglesia, engendradores de comunidad cristiana. Hoy no es suficiente con buscar gestores listos y devotos, que no dejan de ser funcionarios, aunque sean buenos y eficaces. Hace falta obispos que sean y actúen como verdaderos padres de familia: que quieran a las personas, las cuiden y se preocupen de ellas (los pastores con olor de oveja de los que habla el Papa Francisco), generando vínculos de fraternidad y solidaridad. Personalmente creo que no tiene sentido un obispo que no viva en comunidad: ¿cómo podría pastorear a la Iglesia, que es la familia de los hijos de Dios?
  4. Papel de la mujer en la Iglesia. La mujer tiene que participar de los órganos consultivos, deliberativos y decisorios en la Iglesia, a todos los niveles. El mundo de hoy, y también la Iglesia, necesita del genio de la mujer. La mujer cristiana tiene el don de generar ambiente de familia en el seno de la comunidad cristiana. Por ello ha de tener un papel importante en la formación presbiteral, con derecho a voto y a veto, respecto a posibles ordenaciones. No se puede aislar a los candidatos al presbiterado para protegerlos. Más bien hay que darles un ambiente intenso y atractivo de comunidad, y que se relacionen con todos.

Resumiendo, las cuatro propuestas: priorizar la comunidad cristiana y no tanto los ministros ordenados, un nuevo estilo de formación eclesial más comunitaria, un nuevo estilo de obispos más humano y familiar, y la presencia real de la mujer en los ámbitos de decisión en la Iglesia.

Donde la Iglesia no avance por este camino, acechan los peligros de alimentar nuevas formas de clericalismo, perdiendo capacidad evangelizadora y entrando en procesos de irrelevancia o incluso de extinción.  El camino no es fácil y tiene peligros, que no hay que subestimar. Siempre será una advertencia el recuerdo de las comunidades cristianas del norte de África, muy florecientes en la Iglesia primitiva, pero hoy desaparecidas. También Europa, que fue centro del cristianismo durante siglos, está en una profunda crisis eclesial.

Personalmente me parece peligroso pensar que el futuro de la Iglesia pase por la formación de los presbíteros. Si ponemos en ello la prioridad, siempre tenderemos a reformular nuevos clericalismos. Creo que el futuro de la Iglesia pasa, más bien, por la creación y existencia de comunidades cristianas reales, no ficticias, en cuyo servicio habrá que formar a los presbíteros nacidos de ellas. Las vocaciones tienen que surgir de la comunidad y madurar en ella, no en ambientes asépticos de aislamiento donde pueden ocultarse o producirse deformaciones psíquicas. La formación cristiana es algo fundamental que debe ofrecerse en el contexto comunitario de todo el Pueblo de Dios.

No podemos olvidar que allí donde el cristianismo deja de ser un estilo de vida rico y exigente y se convierte en una simple tradición cultural, en costumbres o folklore, acaba perdiendo su identidad y al final es barrido por cualquier moda cultural o influencia ideológica. La historia de España de las últimas décadas nos ofrece testimonios que apuntan en esta línea.

Epílogo

Terminamos con unas palabras proféticas del Papa Francisco dirigidas a los participantes de la 105 Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal Argentina el 25-3-2013, poco después de su elección papal:

«Una Iglesia que no sale, a la corta o a la larga se enferma en la atmósfera viciada de su encierro. Es verdad también que a una Iglesia que sale le puede pasar lo que a cualquier persona que sale a la calle: tener un accidente. Ante esta alternativa, les quiero decir francamente que prefiero mil veces una Iglesia accidentada que una Iglesia enferma. La enfermedad típica de la Iglesia encerrada es la autorreferencial; mirarse a sí misma, estar encorvada sobre sí misma como aquella mujer del Evangelio. Es una especie de narcisismo que nos conduce a la mundanidad espiritual y al clericalismo sofisticado, y luego nos impide experimentar «la dulce y confortadora alegría de evangelizar».

«Les deseo a todos ustedes esta alegría, que tantas veces va unida a la Cruz, pero que nos salva del resentimiento, de la tristeza y de la solteronería clerical. Esta alegría nos ayuda a ser cada día más fecundos, gastándonos y deshilachándonos en el servicio al santo pueblo fiel de Dios; esta alegría crecerá más y más en la medida en que tomemos en serio la conversión pastoral que nos pide la Iglesia. (…)

Que el Señor nos libre de maquillar nuestro episcopado con los oropeles de la mundanidad, del dinero y del «clericalismo de mercado». La Virgen nos enseñará el camino de la humildad y ese trabajo silencioso y valiente que lleva adelante el celo apostólico».

Putin, Dostoievski y el alma humana

Mientras en Europa se ha iniciado una nueva guerra, algo increíble en siglo XXI, me viene a la mente la figura de Fedor Dostoievski, cuyo segundo centenario de su nacimiento celebrábamos el año pasado. Una figura extraordinaria y profética que supo describir como nadie la realidad del ser humano y el desafío de los nuevos tiempos.

El gran novelista ruso Dostoievski (1821-1881) fue autor de obras inmortales como Crimen y Castigo o Los hermanos Karamazov. Un escritor con una gran capacidad psicológica para describir y profundizar el alma humana que ha tenido una gran influencia en la cultura occidental. Admirado por Freud e incluso por Nietsche, supo entrar en la compleja profundidad de la mente y los sentimientos humanos. En su literatura encontramos los grandes temas humanos: la lucha del bien y del mal en el corazón, la libertad individual, la rebeldía contra la injusticia, la degeneración moral del individuo, su redención a través del sufrimiento…

Para él la literatura fue el camino de expresión de una creatividad genial que atraviesa una vida tormentosa y que necesitaba buscar una salida, viviendo en plenitud. Su vida misma parece una novela. Maltratado por su padre, marchó al ejército. De joven participó en grupos políticos para derrocar el zarismo. Fue apresado y condenado a muerte. Finalmente, ante el paredón, se conmutó su pena por cuatro años de prisión en Siberia. Arrastró una salud débil y problemas de epilepsia. Graves problemas económicos le acompañaron durante décadas, con etapas de alcoholismo y ludopatía. Se casó dos veces, y su segunda esposa, Anna Grigorievna Snitkina, fue una abnegada colaboradora suya hasta los últimos días. Con ella tuvo que superar la muerte de tres de sus cuatro hijos. Viajó por Europa, luchando con sus deudas. Su pensamiento fue evolucionando, y la fe cristiana iluminó la madurez de su vida y las contrariedades y conflictos de su biografía personal, descubriendo el materialismo y el derroche consumista como los grandes males de su tiempo.

Una persona que vivió la vida con pasión y plenitud, con sus alegrías y tristezas, miserias y grandezas. Nadie como él personifica el alma rusa, e incluso el alma europea, con sus valores y contradicciones. Fue el primer gran escritor que se centró en mostrar la interioridad de la gente sencilla, abandonando los ambientes nobles o elevados de la sociedad, y volcando en sus escritos los dramas y preocupaciones de su tiempo. Su primera novela, Pobres Gentes, ya muestra esta tendencia. Sus textos recogen la realidad de su época, pero no envejecen con el paso del tiempo, porque enfrentan temas profundamente humanos. Dostoievski no teme los excesos y contrastes y ofrece lo que podríamos definir -nunca mejor dicho- como una montaña rusa de intensas emociones. Presenta al ser humano en su centro personal, con sus contradicciones, capaz de las mejores cosas, pero también de las mayores aberraciones y maldades. Nos muestra sus grandes miserias y sus enormes tesoros de generosidad e idealismo. Aunque en su juventud se sintió atraído por el socialismo utópico, al final fue considerando que el verdadero tesoro estaba en la religiosidad rusa, sin despreciar las aportaciones de la influencia europea. Se detiene observando las figuras humilladas y heridas de un mundo antiguo que está cayendo ante nuevos procesos sociales y políticos que van a transformarlo por completo. Y nos presenta al ser humano, sus contradicciones y su voz interior, cayendo a veces en los abismos de su propia destrucción, pero con la capacidad espiritual de resurgir y nacer de nuevo, redimido en el amor.

Treinta años después de su muerte, se iniciaba la revolución rusa, que llevaría al triunfo del Partido Comunista de Lenin y se inauguraría un modelo político que buscaba la justicia a través de la revolución del proletariado, asumiendo la violencia como camino justificado para alcanzar un paraíso en esta tierra, en el futuro. De Lenin se pasó a Stalin, cuyos métodos autoritarios y sanguinarios con sus propios ciudadanos revelaron los horrores del poder absoluto e incontrolado. Ciento ocho años después de la muerte de Dostoievski, caía el muro de Berlín, y el mundo contemplaba el derrumbamiento del modelo político comunista que había dominado la mitad del orbe durante décadas. El comunismo no había conseguido ahogar el alma del pueblo ruso.

Con la caída del comunismo, millones de personas salieron del autoritarismo dogmático, pero no encontraron el camino, ni quizás recibieron la ayuda necesaria de los países occidentales, para llenar de sentido la democracia y la libertad por la que habían luchado. Ello llevó a una decepción que se ha convertido en campo cultivado para nuevos populismos. Pero no queramos dar respuestas simples a problemas complicados. Lo decía Dostoievski: “No nos olvidemos de que las causas de las acciones humanas suelen ser inconmensurablemente más complejas y variadas que nuestras explicaciones posteriores sobre ellas”. Muchas personas que salieron de regímenes comunistas han experimentado que Occidente no les ofrece nada mejor, sino una vaga libertad en la que dominan los poderosos. Es el mismo problema que atenaza desde siempre a la humanidad. Ni la justicia sin libertad, ni la libertad sin justicia. Unir ambos aspectos es el gran reto de toda cultura y civilización para dar sentido y dignidad a la vida humana. El hombre ansia la libertad, pero cuando la tiene, no sabe bien qué hacer con ella. O -mejor dicho-, no acierta a conseguir el bien con ella.

La espiritualidad rusa no impidió la llegada de Stalin, la gran tradición cultural alemana dio paso a un Hitler y los siglos de democracia norteamericana y su propaganda para llevarla a todo el mundo no han conseguido vetar la llegada de Trump -por cierto, un gran admirador de Putin-. La mentalidad confuciana que impregna al pueblo chino ha tenido más influencia en el progreso actual que Mao Tse Tung y su revolución cultural teñida de sangre y persecuciones. Ningún país ni estado está exento de peligros, cuando falla la vigilancia personal y social.

Recordaba en estos días a Dostoievski y su búsqueda de la verdad y del bien, como una realidad dramática que debe afrontarse en cada época. En el fondo del corazón de cada uno de nosotros se esconde un santo, y también un asesino o un hipócrita, si no vigilamos. Todo depende de las circunstancias, pero, sobre todo, de nuestra libertad personal. En su obra “El Idiota” aparece la conocida frase de que “la belleza salvará el mundo”. Se trata de la belleza del amor y del bien. Pero el autor también dice que “lo peor es que la belleza es misteriosa y terrible. Dios y el diablo están luchando allí, y el campo de batalla es el corazón del hombre”.

El triunfo de la belleza para salvar a la humanidad no es un vago sentimiento o ilusión idealizada sino una lucha personal y comunitaria, donde los demonios individuales y sociales atacan a la humanidad y pueden conducirla a las mayores deformaciones e injusticias. No olvidemos que Europa, que exportó cultura y civilización a todo el mundo conocido, también exportó opresiones colonialistas y dos guerras mundiales en el siglo XX. Todos debemos vigilar para que nuestros demonios no hagan daño a la humanidad. Dostoievski nos recuerda que hay que luchar para que triunfe la verdad y la paz en medio de los hombres, porque, aunque todos tenemos la semilla del bien en el interior, también tenemos nuestro lado oscuro, dispuesto a salir a la luz, con una gran capacidad de engañarnos y de engañar a los demás. La grandeza de los hombres y de las naciones no está nunca en el poder y el dominio de otros sino en la belleza del amor que se abre paso dramáticamente en el relato entrelazado de las biografías personales.

Europa necesita de Rusia y su espiritualidad, que a veces se oculta en el fondo del alma rusa, del mismo modo que Rusia necesita de Europa.

Una experiencia evangélica desconocida

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Llaman la atención algunos textos evangélicos referidos a los primeros seguidores de Jesús y a la experiencia de radicalidad que Jesús reclama de ellos: «Si alguno viene donde mí y no odia a su padre, a su madre, a su mujer y a sus hijos, hermanos, hermanas y hasta su propia vida, no puede ser discípulo mío. El que no lleve su cruz y venga en pos de mí, no puede ser discípulo mío» (Lc 14, 26; cf. Mt 10,30). Un texto chocante, donde la traducción del verbo “odiar” se refiere a la necesaria ruptura interior, violenta, que en ocasiones ha de vivir un discípulo de Jesús, en aparente contradicción con los sentimientos humanos naturales.

Jesús pide a sus apóstoles, la mayoría de ellos casados, dejarlo todo, y asegura que «el que haya dejado casa, mujer, hermanos, padres o hijos, por el Reino de Dios, recibirá mucho más en este mundo; y en el mundo futuro, recibirá la Vida eterna» (Lc 18,29-30). La exigencia es radical y está ligada a su seguimiento. Se está remarcando que la salvación ya no proviene de seguir la tradición religiosa ligada a la familia patriarcal tradicional, ni tampoco viene de cumplir la Ley. A partir de ahora todo depende del vínculo esencial con Jesús, que es quien llama, constituyendo una nueva familia. Frente a la llamada de Jesús cae todo lo demás, también el matrimonio tradicional. Por otro lado, sabemos que Jesús volvió a casa de Pedro y curó a su suegra, y con ello comprobamos que no todos los apóstoles abandonaron sus familias, literal y totalmente. Pero la experiencia interior sirve a todos: por encima de todo, ahora está Jesús. Su persona es la única mediación de la nueva Alianza.

Es curioso cómo un tema importante, suficientemente claro en el Nuevo Testamento, apenas se ha reflexionado en la vida eclesial. Pero se trata de algo fundamental que aparece incluso en la infancia de Jesús. En una fiesta de Pascua en Jerusalén, Jesús es perdido y hallado en el templo: «Su madre le dijo:Hijo mío, ¿por qué nos has hecho esto? Piensa que tu padre y yo te buscábamos angustiados”. Jesús les respondió: -¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debo ocuparme de los asuntos de mi Padre? Ellos no entendieron lo que les decía» (Lc 2,48-50). Se muestra aquí un claro contraste de dos mentalidades sobre la familia: la tradicional centrada en el padre (y la madre) y la mentalidad nueva centrada en la presencia de Jesús. La misión de Jesucristo ya no está ligada al estilo familiar patriarcal del AT y los vínculos paterno-filiales tradicionales.

Jesús encontró un grave conflicto con muchas familias tradicionales, que podían justificarse con la Ley judía y esto provocó situaciones violentas, que el maestro de Nazaret no pretendió disimular con un falso pacifismo. Por eso llega a decir que «los enemigos del hombre son los de su propia casa» (Mt 10,36), y que “solo en su tierra, entre sus parientes y en su casa, desprecian a un profeta” (Mc 6,1-6). En otro momento les dijo que no había venido a traer paz sino división en el seno de las familias (cf. Lc 12,51-53). Pero… ¿por qué es necesaria esta “ruptura” dolorosa y en cierto sentido violenta[1] con algo que, en sí mismo, es bueno, como la familia?

En las familias encontramos el apoyo indispensable para un crecimiento humano y psicológico, pero también puede combinarse con otras cosas que provienen del ego personal, del ambiente o la influencia social: intereses ocultos, egoísmos, manipulación, etc. En la vida de las familias se mezclan, con frecuencia, cosas positivas con intereses escondidos que no corresponden a un amor auténtico, y que pueden enmascararse con sentimentalismos. Todo ha de ser purificado con la presencia de Jesús, porque el Reino es enemigo de la mentira y del engaño, y ello provoca una violencia que acompaña la irrupción de la novedad de vida cristiana. Dios quiere purificar el corazón humano para que aprendamos a vivir el amor verdadero, y para ello hay que seguir a Jesús. Jesús quiere que el cristiano sea un hombre nuevo, y ello reclama un nuevo nacimiento y una nueva familia (cf. Jn 3,1-8).

En las últimas cartas de la tradición paulina descubrimos una cierta recuperación de la “familia tradicional patriarcal”, que se aleja de las intuiciones más cercanas a las palabras de Jesús mismo: con el retraso de la Parusía los cristianos vuelven a adaptarse a las costumbres del entorno social y cultural greco-romano en el que se encarnan[2]. La historia de la Iglesia ha mostrado una preferencia por este estilo patriarcal, pero es necesario volver a las líneas fundamentales dadas por Jesús mismo.

Jesús vive y propone una experiencia radical, en la que la familia patriarcal es sustituida por la nueva familia, que es la comunidad cristiana. El problema aparece cuando la vivencia cristiana pierde su dimensión comunitaria y seguimos la tendencia natural de buscar el indispensable apoyo social en la familia natural. Corremos el peligro de sustituir la experiencia cristiana con bondades naturales o centrarnos en una espiritualidad individualista autosuficiente. Ambas opciones se alejan de la novedad de Jesús.

La figura de la Iglesia como nuevo pueblo de Dios, característica del concilio Vaticano II marca el itinerario eclesial hacia la toma de conciencia de una identidad relacional y comunitaria. La nueva propuesta que el Papa Francisco hace para reflexionar y asumir la experiencia de la sinodalidad marca el camino del redescubrimiento de la Iglesia como verdadera familia del cristiano, comunidad reunida en torno a Jesús. Cuando no percibimos la experiencia del hombre y la mujer unidos en buscar la voluntad divina, la imagen eclesial queda deformada, perdiendo el atractivo de una vida de familia comunitaria y fraterna. Se trata de un gran reto para superar el clericalismo y mostrar el rostro de una Iglesia como Pueblo de Dios, eje central de la eclesiología conciliar. Es el reto de un nuevo estilo de Iglesia, como “casa y escuela de comunión” (Novo millennio ineunte 43; cf. Papa Francisco, Audiencia General 14 abril 2021).

El cristianismo se encarna y se actualiza en la vivencia de sus experiencias fundamentales, a las que debemos volver en cada época y en cada generación. “Dejarlo todo para seguir a Jesús” es una de estas experiencias, a partir de las cuales se redescubren todas las cosas. También la familia natural.


[1] «El reino de los cielos sufre violencia, y los violentos lo arrebatan» (Mt 11,12).

[2] Se percibe en las Cartas pastorales: cf. 1 Tim 2,8-3,5, etc.

El hermoso retablo de una Iglesia antigua

Imagen global del retablo de la parroquia de Andra Mari, en Zeanuri. Cedida por Jesús Muñiz Petralanda

El pasado domingo asistía a la celebración de una misa en la Iglesia Andra Mari de Zeanuri[1]. Mirando atentamente el retablo descubres algunas de las pinturas mejor conservadas del siglo XVI en Bizkaia. El núcleo del retablo está dedicado a la Asunción de la Virgen María y contiene escenas de Santa María, realizadas seguramente por artistas de Flandes que se habían mudado a Castilla. El retablo tiene más de 80 representaciones de santos, virtudes o personajes bíblicos reorganizados posteriormente en el gran conjunto barroco que hoy se conserva.

En la Iglesia, los elementos arquitectónicos y las imágenes evocaban personajes bíblicos y transmitían mensajes simbólicos de belleza, compasión, valentía, etc. Servían de ayuda a las personas para superar las duras condiciones de la vida natural y del trabajo cotidiano, abriendo espacios de trascendencia (salida de uno mismo) en los que se podía crecer humana y espiritualmente. Así crecieron nuestros abuelos y la fe les ayudó a descubrir una vida con sentido. En aquellas familias crecieron niños, algunos de los cuales llevaron la fe a países lejanos. De numerosos pueblos pequeños como éste salieron misioneros hacia América, Asia y África.

Muchos hemos nacido ya en un ambiente distinto, sin precariedad ni necesidades económicas. Esto condiciona nuestras expectativas de vida, nuestra valoración de la realidad y nuestra actitud religiosa. Personalmente, pude redescubrir el Antiguo Testamento, y la gran novedad que aporta el Nuevo a partir de los 30 años cuando, en la década de los 90, estuve viviendo en Valledupar (Colombia). Allí descubrí el gran poder que tiene la experiencia cristiana para promover humanización, lucha con la adversidad y progreso, en medio de una sociedad herida de violencia y con graves problemas sociales y económicos. La fe cristiana ayuda a crecer a la gente sencilla que busca el bien y la verdad. Precisamente de este modo se desarrolló el cristianismo primitivo, cuando una pequeña secta perseguida por los judíos y por los romanos, que convocaba a gente de baja categoría, seguidores de un tal Jesús de Nazaret, llegó a prevalecer sobre el poder del Imperio romano. Incluso llegó a recibir de él la herencia de todo un continente: Europa.

¿Pero qué está ocurriendo hoy en Europa, donde tantas personas empiezan a abandonar su fe tradicional cristiana? ¿Será que el cristianismo tiene un efecto más positivo con las personas necesitadas y que sufren, y en cambio pierde signficado e influencia cuando vivimos de manera acomodada y sin grandes preocupaciones? Quizás no sea tan sencillo.

Antiguamente nuestros antepasados descubrían la religión en la predicación del clero, con el recurso de imágenes religiosas y devociones, que les ayudaban a vivir experiencias que daban sentido a sus sufrimientos cotidianos y aportaban modelos humanos, esperanza y fuerza para progresar. Hoy el mundo está cambiando mucho. El clero ya no es un estrato privilegiado de mucha formación, que sobresale sobre el pueblo. Tampoco recibe la valoración social y la admiración de otros tiempos, ni es aceptado como guía de una sociedad laica no confesional. Por otro lado, el mundo se ha vuelto global, con los viajes, el flujo migratorio, el contacto con otras culturas y religiones. Ya no se concede a la Iglesia el patrimonio de la verdad. Además, la constatación de errores y pecados de sus miembros mina su credibilidad. El juicio crítico de la modernidad ante las instituciones, las ideologías y la autoridad, le afectan de manera especial. Hoy se corre el peligro de que las iglesias se conviertan en espacios culturales museísticos en viajes de turismo: alguna visita guiada para admirar las joyas del arte religioso antiguo, compaginada con salidas a la playa y comidas en buenos restaurantes.

Pero no es posible la misión de la Iglesia, si esta se limita a misas dominicales con algunas ideas éticas o morales aprovechables del sermón. Si no se consigue conectar con las experiencias vividas representadas por aquellas 80 figuras o escenas del retablo barroco, se está perdiendo la misión evangelizadora eclesial, y se sustituye por una costumbre social dominical para quienes en algún momento asimilaron la fe y con el paso del tiempo no la han perdido.

La evangelización ha de buscar gente nueva y comunicar una buena noticia, que se puede vivir y reproducir en las circunstancias personales. La misión principal de la Iglesia es la de ayudar a vivir la peculiaridad de la vida cristiana, en un proceso de aprendizaje largo y profundo, que no se puede dar por supuesto. La identidad eclesial se sostiene con tres pilares bien alineados: la Palabra de Dios (que se debe conocer y profundizar), la comunidad cristiana (donde se dialoga la fe cristiana y se discierne la veracidad o falsedad de las experiencias individuales) y la liturgia (donde se celebra festivamente la fe). Con frecuencia fallan los dos primeros pilares: falta el conocimiento y profundización continua de la Biblia, y no hay verdadera comunidad cristiana, sustituida por un grupo sociológico con vínculos superficiales. De este modo la liturgia se convierte en eventos sociales cuyo significado se va perdiendo y que no atraen a personas nuevas, a los jóvenes, etc.

Durante siglos la Iglesia en Europa se ha mantenido gracias a una buena formación del clero, que ha suplido muchas funciones, como el conocimiento bíblico o la identidad comunitaria. La ausencia del clero actual es un signo de los tiempos, y sólo donde exista una verdadera comunidad cristiana puede mantenerse de manera creíble la experiencia de fe, y proponerse a otros. Hay que redescubrir la identidad eclesial como comunidad viva.

Resulta iluminador en esta línea el testimonio de la Iglesia en Corea del Sur. Durante siglos la fe se mantuvo allí gracias a la existencia de comunidades laicales, porque los presbíteros fueron perseguidos y exterminados. Pero la comunidad perduró y hoy Corea del Sur es uno de los países con mayor índice de cristianismo en Asia. Este testimonio nos recuerda que el verdadero fundamento de la Iglesia es la comunidad cristiana. Aunque la Iglesia sea una institución jerarquizada, hay que revisar el papel del ministro ordenado, para que no ahogue, suplante ni aburra a la comunidad. Se necesitan espacios de comunidad cristiana, de vida de familia donde se pueda aprender a vivir la fe, aquellas experiencias que otros descubrieron y vivieron antes, y que iluminaron y dieron sentido a sus vidas. Aquellas experiencias que continúan estando plasmadas en los personajes bíblicos y el arte antiguo del retablo de la Iglesia Andra Mari de Zeanuri, y de tantas otras iglesias en pueblos y ciudades que nos rodean.


[1] Andra Mari es una expresión tradicional vasca que significa literalmente «Señora María», y equivale a las castellanas Nuestra Señora, Virgen María o Santa María.