La verdadera prueba de la existencia de Dios

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Decía -un hombre de Iglesia- que la verdadera prueba de la existencia de Dios era el ser humano. Entrar en su interior y descubrir su miseria y su grandeza era la verdadera demostración de la existencia divina, admirando sus huellas en la interioridad humana, en el misterio de su ser.

Sin negar este argumento, que es complejo, hay otro que parece más claro y evidente. Posiblemente la mejor prueba de la existencia de Dios sea la Iglesia. Olvidemos las pruebas filosóficas de Platón, Aristóteles o Leibniz, o las teológicas de San Agustín, San Anselmo, o Santo Tomas de Aquino, que suelen convencer a los que ya están convencidos. La única prueba que puede convencer a creyentes y no creyentes es la historia de la Iglesia. Concretamente, podríamos formular el razonamiento así: ¿cómo es posible que después de todos los errores y pecados que se han cometido a lo largo de la historia de la Iglesia, ésta no se haya desmoronado? Creo que estamos ante la prueba más contundente de la existencia de Dios. Ninguna otra institución ha prevalecido dos milenios en la historia de la humanidad. Han prevalecido diversas religiones transmitidas por un mensaje discipular, pero no representadas por instituciones. La Iglesia, sin embargo, se ha mantenido de manera sorprendente, ligada a una institución social. A pesar de las divisiones en su seno, de las complicidades con los poderes de este mundo, de las traiciones a su propio mensaje, de las deformaciones y manipulaciones… El motivo de esta pervivencia no puede ser otro que la existencia de Dios, quien, a pesar de los pecados y miserias de sus miembros, también se hace presente en ella y la sostiene misteriosamente.

Para el evangelio de Mateo, todo el mensaje de Jesús puede resumirse en eso: Dios ha venido a estar en medio de los hombres (Mt 1,23), mantiene su presencia en la comunidad cristiana (Mt 18,20), y estará con ella hasta el fin de los tiempos (Mt 28,20). Al principio, en medio y al final, el evangelio más leído de la Iglesia comunica machaconamente su mensaje. La Iglesia tendrá crisis, problemas y persecuciones, pero siempre mantendrá una presencia en medio del mundo, dando la posibilidad -a hombres y mujeres de todas las épocas- de encontrarse con Dios.

Pero también es evidente que la Iglesia está sufriendo en Europa una gran crisis, y cada vez hay una menor proporción de personas que se consideran cristianos. En otros continentes el cristianismo tiene buena salud, y aunque experimenta persecuciones, va creciendo y madurando. Es precisamente en Europa, que llevó el Evangelio a todo el mundo, donde la Iglesia atraviesa una crisis más profunda. Más que quejarse o caer en el desánimo hay que buscar qué es lo que Dios está queriendo decir, con esta crisis, a su Iglesia: ¿hacia dónde quiere llevar a su Iglesia? Es muy probable que, para tener resultados distintos, haya que hacer cosas distintas.

En tiempos de crisis Dios envía a sus profetas y mensajeros, que anuncian, de modo no siempre evidente, hacia dónde debe irse. Son personas persistentes, que no se dejan asustar y que persiguen sus sueños, inspirados por Dios, en medio de desprecios, olvidos o persecuciones. Pensemos en Francisco de Asís, que ha dado nombre al Papa actual. Recordemos el sueño del Papa Inocencio III, contemporáneo del santo de Asís: soñó que un hombre, vestido de harapos, sostenía toda la Iglesia. Era un tiempo en que muchos clérigos buscaban el favor de los ricos y poderosos, mientras que la mayoría de la sociedad vivía en la pobreza. Y Francisco da el testimonio de un Jesús pobre, con los pobres.

Sueño de Inocencio III: Francisco de Asís sosteniendo la Iglesia

Quizás hoy el mensaje que el mundo de hoy reclama en Europa añada otros matices. Hoy tenemos en el mundo los recursos necesarios para todos, pero hay que ser solidarios. No faltan recursos, falta voluntad. Más que ser todos pobres, hay que aprender a compartir para vivir todos bien, con lo necesario. Quizás los hombres y mujeres de hoy necesiten ver el testimonio de la Iglesia como un grupo de personas que saben vivir en paz y en armonía, integrando las diferencias de cultura, raza y opinión, acogiendo a los débiles, ofreciendo un modelo de respeto, dignidad y fraternidad.

En los inicios del tercer milenio se habló de un nuevo reto para la Iglesia: ser una casa y una escuela de comunión (Novo Millennio Inneunte 43). Aunque la Iglesia haya perdido poder e influencia, ahora puede mostrar, con humildad y sencillez, un testimonio de unidad. La Europa cristiana, que llevó al mundo en el siglo XX a dos grandes guerras con millones de víctimas y que exportó modelos fracasados de socialización humana, como el fascismo y el comunismo, debería orientarse a vivir una verdadera experiencia de sociabilidad humana, en el respeto a la diversidad, el diálogo y la mutua colaboración. Y la Iglesia aquí podría aportar el testimonio de comunidades vivas que reflejen la imagen de un Dios que es uno y trino (armonía entre unidad y diversidad). Es necesario vivir y proponer la experiencia genuina de la comunión humana, y unirse en ello a todos los hombres de buena voluntad de todos los credos y religiones.

No cabe duda de que el espíritu de Dios continúa actuando, y también hoy tenemos los profetas que ofrecen pistas hacia dónde caminar. Habrá que buscarlos y escucharlos. Si tenemos poca fe, nos costará entender que, a veces, Dios da grandes soluciones con signos pequeños, y que un niño, con tres panes y dos peces, puede alimentar a toda una multitud.

Sólo hay que tener fe, como un grano de mostaza. Y entonces Dios, que siempre está presente, actúa.