Xabier Segura Echezárraga

No deja de llamar la atención el hecho de que Hans Urs von Balthasar -probablemente el mejor teólogo católico del siglo XX- sostenga que, incluso después de veinte siglos, la Iglesia está apenas comenzando a descubrir la hondura de lo que significa ser cristiana, porque el misterio de Cristo sigue desbordando toda comprensión y reclama siempre una conversión más profunda de la vida de los creyentes.
De poco sirven las pruebas racionales de la existencia de Dios. Ni las de San Anselmo, ni las de Santo Tomas. Personalmente creo que la única y verdadera prueba de la existencia de Dios es la persistencia de la Iglesia que, a pesar de la gran cantidad de disparates que se han hecho en ella a lo largo de los siglos (también ha habido gestas de un valor extraordinario y admirables testimonios de santidad) se mantiene con dos mil años de historia continuada. Ninguna institución humana puede compararse. Me lo confirma la admiración de mi hermano agnóstico cuando afirma que se trata de la mayor y más eficaz multinacional del mundo. Algo debe tener, cuando aguanta el tiempo como ninguna otra institución humana. Los creyentes decimos que se trata de la presencia de Dios en ella, a pesar de sus pecados y miserias. Los místicos, como san Juan de la Cruz, dirían que tiene “un no sé qué que queda balbuciendo”. Sí, balbuciendo, como el mismo san Juan de la Cruz hace en sus poemas. Balbuciendo palabras de amor y de esperanza en medio de los dramas del mundo y de la historia.
Un amigo mío, eminente doctor en teología, me dice que alguna entrada de mi blog (Una santidad profana para nuestro tiempo) es demasiado optimista. No me parece que sea así, cuando miro el recorrido de mi propia biografía y descubro en ella el drama de la fe que reclama el testimonio cotidiano, en medio de incomprensiones y, a veces, de persecución. No puede separarse lo vivido de lo escrito. En lo escrito se intuye lo que se ha contemplado, aunque después la vida te lleve por caminos complicados. También san Juan de la Cruz escribió su Cántico Espiritual y nunca renegó de él, aunque al final de su vida sufrió grandes dificultades y persecuciones que le llevaron a la soledad de El Calvario y de Úbeda, donde murió experimentando el abandono de los suyos.
Coincido con Balthasar y su visión dramática del cristianismo como encuentro de libertades, camino de discipulado y tarea siempre inacabada. La vida cristiana me parece un encuentro -siempre actualizado- de nuestras propias miserias con la misericordia de Dios, que quiere llenarnos con sus dones, pero pocas veces encuentra un recipiente vacío para recibirlos.
El cristianismo como don y drama
Von Balthasar observa que la historia de la Iglesia ha pasado por etapas muy distintas: desde la cristiandad antigua y medieval, donde fe y sociedad parecían confundirse, hasta la situación moderna y contemporánea, marcada por la separación entre lo sagrado y lo profano y por una fuerte crisis misionera. En ese contexto afirma que los cristianos de hoy están llamados a redescubrir la misión original de los apóstoles —ser levadura en la masa del mundo— y que, en cierto sentido, apenas comenzamos a comprender lo que significa existir “desde” Cristo y “para” el prójimo. Von Balthasar subraya que la existencia cristiana auténtica se sitúa entre dos polos: Dios en Cristo, como origen, y el prójimo, como destino. Ser cristiano no es ante todo defender una institución o una moral, sino dejar que el Espíritu Santo impulse un movimiento real desde la adoración a Dios hacia el servicio concreto al hermano.
Una de las claves de su teología es entender el cristianismo como un don antes que como un proyecto humano. Dios toma la iniciativa en Cristo, entrega su vida por la humanidad y, al hacerlo, abre un espacio de libertad donde cada persona puede responder con su propio “sí”, pequeño pero decisivo, a esa llamada. Ese encuentro entre la libertad infinita de Dios y la libertad finita del ser humano es, para Von Balthasar, un verdadero “drama”: una acción en la que Dios y el hombre se implican de forma real en la historia. No se trata de un teatro de ideas, sino de un camino concreto de seguimiento, en el que cada cristiano escribe, con su vida, una escena única dentro de la gran historia de la salvación. Tenemos ya muchas doctrinas e ideas sublimes, ahora toca vivir y ofrecer las experiencias vividas, los testimonios concretos y luminosos de unas relaciones humanas transformadas por la novedad evangélica.
La belleza de Cristo y el discipulado
Von Balthasar insiste en que solo quien se deja atraer por la belleza del rostro de Cristo llega a comprender desde dentro qué significa ser cristiano. Antes de cualquier demostración intelectual o moral, el cristianismo se presenta como una forma de vida hermosa, capaz de tocar el corazón y de sacar al hombre de su encerramiento en sí mismo. Por eso, ser cristiano es ante todo discipulado: dejar que la verdad de Cristo reoriente la propia existencia y reorganice prioridades, relaciones y proyectos. Volvamos a repetirlo una vez más: hay que pasar de una fe cultural o rutinaria a una fe personal, consciente y responsable, que se toma en serio el Evangelio como criterio último de discernimiento y que se vive en comunidad. Una comunidad donde se refleje el amor de Dios en gestos concretos de ternura y humanidad.
No cabe duda. Apenas estamos empezando a ser cristianos, a responder adecuadamente a la llamada de Dios. La historia de la Iglesia entremezcla la gracia divina con las debilidades y pecados de la humanidad. Recibe la palabra de Dios mezclada con la Tradición, y en medio de tantas tradiciones -y a veces traiciones- va adelante. Y Dios espera con su infinita paciencia alguien que quiera unirse plena y verdaderamente a sus planes de salvación, sin mezclar en ello los propios intereses egoístas o egocéntricos que, con frecuencia, agrian el buen vino del Reino y lo convierten en mercancía al servicio del máximo beneficio del comerciante de turno.
Vivimos un tiempo privilegiado, una nueva oportunidad para volver a la fuente, a la misión original de aquellos primeros discípulos enviados a ser “levadura” en medio del mundo. También esta generación ha de aprender a responder a ese don, en circunstancias históricas distintas, con heridas nuevas y también con nuevas posibilidades de santidad. Todos somos discípulos en camino, comunidades en conversión, Iglesias locales llamadas a escuchar de nuevo el Evangelio y a dejarse medir por él. Es necesario un nuevo estilo de formación cristiana, al estilo de una nueva Iglesia Pueblo de Dios, con una mentalidad nueva, menos apegada a mantener costumbres humanas, y más atenta y vigilante para descubrir la voluntad divina que quiere hacerse presente en medio de los hombres y reconocer la unción del Espíritu que encuentra en el cofre de los tesoros antiguos el impulso siempre nuevo que renueva la humanidad.
No se trata de desanimarnos, sino de acoger con humildad y esperanza lo que el Espíritu sigue escribiendo, en este siglo XXI. Capítulos que aún no conocemos de una historia de la humanidad que se nos presenta a veces como drama, otras como tragedia, pero que oculta, en el fondo, una historia de amor. No es ingenuidad ni optimismo. Es la esperanza cristiana.
