Xabier Segura Echezárraga

La sinodalidad: un nuevo estilo eclesial
En tiempos de grandes cambios y desafíos, la Iglesia se encuentra en un proceso de renovación profunda. El papa Francisco ha señalado con claridad que uno de los mayores obstáculos para su misión es el clericalismo, esa tendencia a encerrar la Iglesia en una estructura de poder y privilegio, en lugar de abrirla a la comunidad y al servicio. La llamada del papa es clara: la Iglesia debe abandonar toda actitud de superioridad y recuperar su esencia como comunidad de creyentes en camino, con todos sus miembros llamados a participar activamente en su vida y misión.
Francisco ha insistido en la necesidad de adoptar un nuevo estilo de Iglesia basado en la sinodalidad, es decir, en el diálogo, la escucha y la participación de todos. Se trata de construir una Iglesia que camina junta, donde la toma de decisiones no dependa solo de unos pocos, sino que surja del discernimiento compartido de toda la comunidad. La jerarquía tiene un lugar, al servicio de la comunidad, pero sin substituirla. Esta visión encuentra raíces profundas en el mensaje de san Juan Pablo II, quien ya había advertido que el gran reto del tercer milenio sería hacer de la Iglesia una «casa y escuela de comunión».
Es evidente que eso reclama un cambio de mentalidad muy profundo en el seno de la Iglesia. Se necesitan nuevos estilos de pastoral y de formación cristiana, tanto para los laicos como para los ministros ordenados. Para tener frutos distintos, hay que hacer cosas distintas. No podemos añorar tiempos pasados. No es bueno cargar a los presbíteros con muchas celebraciones, sin tiempo para las relaciones personales o la construcción de la comunidad. Sin comunidad cristiana los sacramentos corren el peligro de convertirse en formas sociales estereotipadas o espacios folclóricos de teatro, magia o superstición.
El desafío pendiente del Concilio Vaticano II. Purificación y renovación
Aún queda mucho por realizar en la recepción plena del Concilio Vaticano II. Sus documentos fundamentales, Lumen Gentium y Gaudium et Spes, presentan una imagen de la Iglesia como pueblo de Dios, llamada a estar al servicio de toda la humanidad y no solo a preocuparse por su propia estructura interna. La Iglesia del futuro debe profundizar esta identidad comunitaria y social, saliendo de sí misma para ser testigo del Evangelio en el mundo.
Las crisis actuales a las que se enfrenta la Iglesia —la falta de vocaciones, los escándalos de pederástia y la pérdida de prestigio social— pueden interpretarse como un proceso de purificación. Son, en cierto sentido, pruebas que el Espíritu Santo permite para preparar a la Iglesia a cumplir su misión con mayor autenticidad. Como en toda crisis, lo superfluo caerá y quedará lo esencial: la fe viva de los creyentes. Joseph Ratzinger, antes de ser Benedicto XVI, ya había anticipado que el futuro de la Iglesia pasaría por una disminución en su tamaño institucional, pero con una mayor autenticidad. No se trata de buscar poder o privilegios, sino de ser una Iglesia que escucha, dialoga y trabaja junto con todos los hombres y mujeres de buena voluntad. Desde esta actitud de humildad y servicio, se llevará adelante la misión evangelizadora sin imposiciones, con el testimonio de vida personal y comunitario.
Los carismas ya están en la Iglesia
Los medios de comunicación suelen presentar a la Iglesia como un escenario de luchas entre conservadores y progresistas, pero esta visión simplista no refleja la realidad profunda. La Iglesia se mantiene y crece gracias a los cristianos que, más allá de etiquetas, viven el Evangelio en su vida cotidiana. Es en el silencio de la entrega diaria donde el Reino de Dios va germinando, como una semilla que crece de manera imperceptible.
Todo lo que la Iglesia necesita para su renovación ya está dentro de ella. A menudo, los dones y carismas están ocultos o pasan desapercibidos, pero en los momentos clave emergen para guiar el camino. El Espíritu Santo sigue actuando, suscitando en cada época las personas y movimientos que darán respuesta a los desafíos del tiempo presente. Así ha ocurrido en la historia de la Iglesia, y también ocurre hoy, aunque a veces cueste verlo.
La Iglesia del tercer milenio está llamada a renovarse en su esencia, despojándose de lo que la aleja de su misión y abrazando con valentía su identidad generadora de comunión, con actitud de servicio a la humanidad y llevando una buena noticia para los hombres y las mujeres de hoy, respondiendo a sus anhelos e inquietudes más profundos.
En este proceso, cada persona tiene un papel fundamental, porque la Iglesia no es una institución eclesiástica o clerical, sino una familia, una comunidad de personas que cuidan unas de otras y que trabajan por el bien de todos, en la verdad y en la justicia.
