Obediencia en el siglo XXI

Xabier Segura Echezárraga

Una virtud social necesaria

Los seres humanos somos sociales, y necesitamos organizarnos, establecer reglas y funciones, y ajustarnos a ellas para convivir en paz. La obediencia a las leyes y a las autoridades legítimamente establecidas es una condición necesaria para el buen desarrollo de toda sociedad. Todas las culturas y sociedades se rigen por unas normas y siguen a unos líderes. Pero no debemos olvidar que la naturaleza humana tiende con frecuencia a la comodidad y la seguridad, delegando nuestra responsabilidad individual en manos de aquellos a quienes consideramos por encima de nosotros. Por ello siempre es un peligrosa una obediencia ciega que nos exima de la carga de la reflexión ética y del sacrificio que supone tomar decisiones morales autónomas. Ya decía el psicólogo Erich Fromm que la libertad humana da miedo, y que a menudo tendemos a huir de ella, dejando nuestra voluntad en manos de otros que nos conducen y, a menudo, nos manipulan.

En los tiempos actuales se ponen en entredicho leyes, normas e instituciones tradicionales, incluso los valores compartidos.  Estamos en la época de la posverdad, de las “fake news” y de la manipulación social, constatando el auge de los populismos. Es conveniente plantearse los peligros de la obediencias ciegas, ya que son muy peligrosas, y pueden llevar a la renuncia de la verdad, al conformismo y, en última instancia, a la perpetuación de las injusticias. El siglo XX nos ha dado muchos ejemplos de ello. Reflexiones como las de C. S. Lewis y Hannah Arendt abordan esta problemática desde perspectivas distintas, pero complementarias, alertando sobre los riesgos de la sumisión acrítica y la importancia de la responsabilidad moral individual.

La banalidad del mal y la obediencia ciega

Hannah Arendt fue una gran filósofa alemana, que asistió al juico del nazi Adolf Eichmann, descubierto en su escondite latinoamericano y llevado a Jerusalén. Arendt quería descubrir qué había en el fondo de los grandes ejecutores del holocausto judío y se encontró con la sorpresa de la “banalidad del mal”. Comprendió que el mal no siempre es llevado a cabo por individuos perversos y conscientes de sus actos, sino que muchas veces son personas comunes que, a través de una obediencia ciega, contribuyen a su propagación sin tomar conciencia de ello. Eichmann no era ningún fanático ideológico ni un monstruo moral sino un simple burócrata que se justificaba afirmando que solo «cumplía órdenes». Su falta de reflexión ética y su absoluta sumisión a sus superiores le hicieron responsable de horrendos crímenes. La obediencia acrítica se convierte así en una forma deshumanizadora donde los individuos dejan de actuar por sus principios y pasan a ser engranajes de un sistema moralmente corrupto. El juicio de Eichmann reveló cómo las peores atrocidades de la historia no necesitan grandes villanos, sino una multitud de personas dispuestas a obedecer sin cuestionar. Este fenómeno se repite a lo largo de la historia: cuando dejamos de asumir la responsabilidad de nuestros actos y delegamos la responsabilidad en otros, se allana el camino para los abusos de poder. Arendt concluye que la obediencia, lejos de ser siempre una virtud, puede convertirse en el mecanismo que permite la perpetuación del mal, pues libera al individuo de la carga de pensar y juzgar sus propias acciones.

Estamos ante una reflexión de ha de calar con fuerza en la sociedad y en la cultura contemporáneas, para evitar nuevos desastres. Tenemos otro ejemplo reciente, con la secretaria alemana Irmgard Furchner, que, a pesar de tener más de 90 años, fue condenada en 2024 por su rol pasivo durante el Holocausto. Aunque era solo una secretaria que iba pasando listas de llegadas a un campo de concentración, su silencio obediente a sus jefes la hicieron cómplice de las atrocidades que estaban ocurriendo. Un ejemplo más de cómo la obediencia ciega lleva a la complicidad en el mal, incluso cuando uno no realiza directamente los actos injustos.

Del autoengaño a la obediencia responsable

Por su parte, C. S. Lewis, en su obra «Cartas del diablo a su sobrino», analiza la sutilidad del mal en la vida cotidiana. Lewis expone cómo el mal no siempre se manifiesta en grandes actos, sino que se infiltra en las pequeñas decisiones diarias, en esas pequeñas concesiones que parecen inofensivas pero que, acumuladas, llevan al ser humano a una vida moralmente insatisfactoria. El mal avanza de manera discreta cuando dejamos de ser críticos con nuestras acciones y nos dejamos llevar por la comodidad de obedecer a los dictámenes de la sociedad, las costumbres o la autoridad, sin someterlas al juicio de nuestra propia responsabilidad moral.

Para Lewis, el Diablo no necesita inducir a las personas a realizar actos horribles para alejarlas de la virtud, sino que le basta con que estas caigan en una vida de hipocresía, autoengaño y justificación de pequeñas maldades. Esta reflexión conecta directamente con la idea de Arendt sobre la banalidad del mal, ya que ambas señalan que la verdadera batalla moral está en las decisiones diarias, en las que la gente prefiere optar por lo más cómodo y fácil, en lugar de enfrentarse a la verdad y las consecuencias de sus acciones.

Tanto Arendt como Lewis apuntan a la conclusión de que toda acción adquiere su valor verdaderamente humano por su sentido ético y moral elegido libremente. Y ello implica sacrificio, testimonio personal y, a menudo, ir contra corriente. Es mucho más sencillo obedecer sin cuestionar, seguir las normas establecidas o cumplir las órdenes superiores, en lugar de enfrentarse a la incertidumbre y la responsabilidad de actuar según la propia conciencia. El autoengaño se alimenta así de una obediencia que deja la responsabilidad a otros, dándonos una sensación de tranquilidad y seguridad que evade el riesgo de la toma de decisiones autónomas.

Por tanto, la obediencia solo es virtud cuando brota de la libertad y apunta hacia un propósito moralmente justo. Lewis insiste en que, para vivir de acuerdo con nuestros principios y no caer en las pequeñas incoherencias que perpetúan un mundo de mentiras, debemos estar vigilantes y críticos en nuestras acciones diarias. De manera similar, Arendt sostiene que la responsabilidad individual es inalienable, incluso cuando se actúa dentro de un sistema jerárquico. Cada persona debe asumir el deber de evaluar las órdenes que recibe y tener el coraje de resistir aquellas que van en contra de los principios fundamentales de la ética y la justicia.

La obediencia en la vida de la Iglesia del siglo XXI

Tradicionalmente era un clásico de la espiritualidad eclesial el lema de que «el que obedece no se equivoca nunca». Se trata de una afirmación de debe matizarse bien.

Las reflexiones de C.S. Lewis y Hannah Arendt sobre la obediencia y la responsabilidad moral, aplicadas al contexto de la vida eclesial actual, aportan claves importantes para entender los desafíos a los que se enfrenta la Iglesia en su proceso de renovación. En particular, en lo que respecta a los abusos de poder, la transparencia, y la necesidad de una obediencia que no solo sea expresión de sumisión humana sino de auténtica fidelidad a Dios. El papa Francisco ha sido un impulsor clave de estas necesarias reformas, rechazando las actitudes de encubrimiento y promoviendo un nuevo estilo de comunión basado en la sinodalidad, un modelo de diálogo y corresponsabilidad dentro de la Iglesia.

Al analizar la problemática del abuso de autoridad y de los encubrimientos en la Iglesia, las ideas de Hannah Arendt sobre la banalidad del mal son especialmente relevantes: en los casos de abusos sexuales y pederastia algunos eclesiásticos ocultaron la verdad bajo una falsa obediencia institucional, protegiendo a los agresores, en lugar de responder a los principios morales más altos de la justicia y la defensa de las víctimas. El papa Francisco ha insistido en rechazar estas formas de obediencia ciega que oscurecen la realidad y perpetúan el mal dentro de las instituciones, señalando que nunca deben encubrirse crímenes. Los recientes escándalos de abusos revelan la necesidad de un replanteamiento profundo de cómo se entiende la obediencia en la Iglesia. La autoridad, cuando no se somete a la verdad y la justicia, se convierte en tiranía y abuso, y la obediencia que sigue órdenes sin reflexionar sobre su moralidad deja de ser virtud y se convierte en complicidad.

La autoridad y la obediencia en la Iglesia: del autoritarismo a la fidelidad a Dios

Desde los primeros tiempos de la Iglesia la comunidad cristiana ha sabido que la obediencia eclesial es una expresión de la obediencia a Dios, que está por encima de cualquier autoridad humana. Cuando los líderes religiosos judíos prohibieron a los primeros cristianos predicar en el Templo, estos respondieron: «Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres» (Hch 5,29-31). Esta respuesta es clave para comprender el fundamento de la obediencia eclesial: la autoridad no es un fin en sí misma, sino un medio para guiar a la comunidad hacia Dios. Si la autoridad humana contradice los principios de justicia, amor y verdad, se debe tener el coraje de desobedecerla, en busca de una mayor y más sincera obediencia a Dios. El propio Francisco ha subrayado que la obediencia eclesial no debe ser un acto de sumisión pasiva, sino una respuesta activa y libre a la voluntad de Dios, discernida comunitariamente.

En la Iglesia la obediencia cumple la función pedagógica de desapegar al ser humano de su propio ego (de su «hombre viejo») para poder ser conducido por un camino mistagógico y eclesial hacia el «hombre nuevo», que se va modelando con la vivencia de las experiencias evangélicas.  En este sentido, cuando falla la comunidad cristiana y la autoridad se convierte en autoritarismo, es necesario recuperar el sentido auténtico de la obediencia, que siempre debe ser fiel a Dios y a esa comunidad en la que la presencia divina quiere comunicarse. Las reflexiones de C.S. Lewis sobre las pequeñas maldades cotidianas y el autoengaño nos alertan sobre cómo el mal puede infiltrarse en las pequeñas decisiones diarias, llevando a la hipocresía y la falta de autenticidad, que pueden disimularse bajo formas de aparente obediencia.

Hacia un modelo de sinodalidad: diálogo y corresponsabilidad

El papa Francisco, en su búsqueda de una Iglesia más sinodal, nos invita a discernir constantemente nuestras acciones y a no caer en el autoengaño de una obediencia que solo busca la tranquilidad y la seguridad, sino que aspira a conocer la verdad que está viva y personificada en Cristo. La verdad requiere sacrificio y la valentía de ir contra corriente. Es necesario no perder nunca el discernimiento para saber cuándo la obediencia a los superiores pueda dejar de ser fiel a Dios y convertirse en complicidad con el mal, bajo formas aparentemente correctas.

El pontificado de Francisco promueve la sinodalidad como un enfoque que busca transformar la dinámica de poder con una mayor participación, diálogo y corresponsabilidad. Esta propuesta se aleja de los modelos tradicionales de obediencia feudal y autoritaria que marcaron gran parte de la historia eclesial en tiempos pasados. Francisco llama a una obediencia consciente y crítica, que discierne la verdad y busca el bien común en cada situación. El modelo sinodal quiere crear una Iglesia donde las decisiones no se tomen de manera unilateral sino en comunión, escuchando al Pueblo de Dios. Esto supone un desafío, ya que la Iglesia está marcada históricamente por una estructura jerárquica que en ocasiones se ha viciado con influencias políticas o sociales ajenas al espíritu cristiano. El clericalismo, denunciado por Francisco, es un obstáculo para la comunión eclesial, ya que fomenta el autoritarismo y desalienta la participación laical, deformando el papel de la mujer en la Iglesia. Este clericalismo ha sido una de las razones por las que, en muchos casos, se priorizó la protección de la institución sobre la protección de las personas.

Conclusión: Hacia una nueva vivencia de la obediencia en la Iglesia

La Iglesia se encuentra en un momento crucial de su historia, donde debe aprender a vivir la obediencia de una manera nueva, en el marco de una sinodalidad auténtica y participativa. Como señala Francisco, estamos en los primeros pasos de un proceso que busca renovar profundamente la vida eclesial, alejándose de modelos autoritarios y clericales y promoviendo una comunión donde se escuche la voz de todos los miembros del Pueblo de Dios.

La obediencia, en este contexto, sigue siendo un elemento fundamental, pero debe ser purificada de formas y contaminaciones externas, devuelta a su contenido evangélico: entendida como una obediencia a Dios, discernida en comunidad, y no como una sumisión ciega a una autoridad humana. Solo de este modo se puede construir una Iglesia más transparente, justa y fiel a su misión de ser testimonio de la verdad y el amor en el mundo.

El tiempo es superior al espacio, y es más sabio iniciar procesos que ocupar espacios. Ha sido un lema del papa Francisco del que hablaba en Evangelium Gaudium 222 y que ha repetido en numerosas ocasiones. El proceso de una Iglesia sinodal no será fácil ni rápido, pero quizás sea el legado más importante que el pontificado de Francisco pueda dejarnos: una Iglesia que quiere aprender a caminar conjuntamente, en comunión, con una obediencia que es expresión de fidelidad a Dios y de diálogo fraterno entre los hombres.

Es necesario aprender a vivir la obediencia en la Iglesia como un camino de sabiduría para coincidir en la luz que nos convoca a todos, en torno a la Eucaristía: la obediencia como coincidencia en la luz que nos viene de Dios.

Deja un comentario