Xabier Segura Echezárraga

La Iglesia como casa y escuela de comunión
Juan Pablo II definió el reto de la Iglesia del tercer milenio como ser “una casa y escuela de comunión”. Con ello centraba el núcleo del mensaje cristiano a la luz del concilio Vaticano II, un concilio pastoral que no cambió los dogmas ni trajo grandes cambios doctrinales. La novedad del concilio fue poner al hombre en el centro del mensaje eclesial y mostrar la evangelización como aquella buena noticia que da respuesta a todas las preguntas e inquietudes humanas: los gozos y esperanzas del hombre se hallan en Cristo (cf. Gaudim et Spes).
La misión de la Iglesia es conducir a las personas reales, las de nuestro mundo, hacia Él. Los dogmas están ahí. Las doctrinas las tenemos y se llevan exponiendo durante siglos. Lo importante es que el mensaje llegue a las personas concretas y reales de nuestro tiempo para que puedan vivirlo. Es indispensable la presencia en la Iglesia de escuelas de formación cristiana, pero no sólo a nivel teórico e intelectual sino en la vida real.
También las doctrinas deben ser reformuladas, en ocasiones, porque el lenguaje humano está condicionado social y culturalmente y va variando. Nuestras palabras son limitadas e insuficientes, mientras que Dios está más allá de nuestros criterios mundanos y sólo podemos acceder a Él en el misterio de su gracia, que nos invita a vivir unas experiencias evangélicas.
Tradición y tradiciones
No hace mucho tiempo una mujer de Iglesia, investigadora en temas sobre la mujer, se reunía con el prefecto de la Congregación de la Fe, Luis M. Ladaria, y hablaban de la importancia de distinguir la Tradición de la Iglesia (con mayúsculas) de otras tradiciones, costumbres y formulaciones humanas. No siempre es fácil distinguir lo que Dios quiere de los ropajes culturales de los hombres. Incluso en la Biblia. El prefecto de la Fe le animó a investigar y continuar trabajando para distinguir ambas cosas. Hay que descubrir en las palabras de una época, con sus condicionamientos culturales, el mensaje de Dios. No podemos ir evangelizando a golpes de Biblia, ni pensar que se trata sólo de explicar doctrinas, sino que también hay que invitar a realizar experiencias.
Hace unos años, recuerdo a un catequista enfadado que discutía con un presbítero si Adán fue o no un personaje histórico. Si identificamos la Revelación con esas interpretaciones literales fundamentalistas estamos edificando la Iglesia sobre bases falsas que pueden conducir a sectarismos o conductas aberrantes. Es una cura de humildad el recordar que en nombre de Dios se han cometido atrocidades, y que la palabra de Dios ha servido de justificación para algunas de ellas. Los últimos papas han dado un hermoso testimonio al pedir perdón por ello, y la reciente visita del papa Francisco a Canadá y sus encuentros con los indígenas lo expresa claramente.
La época de cristiandad ha terminado. No tiene sentido confundir el cristianismo con las formas de una época histórica, queriendo volver a ellas. El tiempo en que el cristianismo, apoyado por el poder político, cumplía una función educativa y moral en grandes capas de la población no parece que vaya a volver. Hay que liberar la Iglesia de las dinámicas no evangélicas, asimiladas por influencias políticas y culturales del pasado.
Redescubrir el papel del pastor en una iglesia sinodal
No podemos ligarnos a las formas tradicionales, identificando con ello la fidelidad eclesial. No tiene sentido vivir la relación con la jerarquía como señores feudales que exigen sumisión. El pastor es un padre de familia, pero la comunidad ha de ser una verdadera familia, no un grupo sociológico difuso y sin consistencia. La obediencia cristiana tiende al encuentro con Dios: hay que obedecer a Dios antes que a los hombres. La obediencia a los pastores como presencia del Maestro deforma su sentido fuera del contexto de una vida de familia en el amor. Amar a los pastores es también decirles la verdad, interpelarlos, hacerles salir de los bucles clericales y abrir nuevos caminos.
La nueva manera de vivir el Evangelio en nuestra época escucha los signos de los tiempos, promoviendo una espiritualidad cristiana sinodal que profundice la dimensión comunitaria y de comunión. El pastor eclesial debe haber recibido esta formación, aprendiendo a escuchar y dialogar, porque -como dice la Regla de San Benito- Dios habla a veces por boca del último llegado a la comunidad. Todos debemos estar atentos al Espíritu, que sopla donde quiere. Hay que promover y confiar en el instinto sobrenatural del discernimiento, propio de los cristianos, y ofrecernos mutuamente la luz que recibimos de Dios, en actitud recíproca de obediencia. Así se va regenerando la comunidad cristiana, donde se viven y se enseñan las experiencias de amor y de unidad que hacen descubrir al pastor su papel auténtico en la unidad eclesial, abandonando costumbres clericales paternalistas y reencontrándonos todos como hermanos de comunidad, con misiones y funciones diversas. Es necesario aprender a dialogar, escucharnos mutuamente, hasta coincidir en la luz, que es el signo de la presencia de Jesús en la comunidad (cf. Mt 18,20), como fruto de una experiencia humana de pobreza interior, donde todos los bautizados buscan la luz de Jesús en medio de todos, dispuestos a perder opiniones subjetivas.
Tampoco hay que tener miedo a los conflictos, que son propios de la vida, y más aún, de la fidelidad al Evangelio: el Reino de Dios se abre paso con violencia. La palabra de Dios es incómoda. Ha venido a incomodarnos, a sacarnos del engaño y la mentira en la que tendemos a instalarnos. También entre nosotros debemos ofrecernos mutuamente, con amor y caridad, la verdad del Evangelio, que a veces puede hacernos sufrir.
Pablo no tuvo reparo en interpelar a Pedro, la columna de la Iglesia, cuando vio en él actitudes hipócritas de disimulo ante los judaizantes. Se denomina a esto el incidente de Antioquía. También los pastores necesitan ser interpelados, para ser fieles a su vocación. Y la jerarquía necesita escuchar a los carismas: la unidad de ambos da frutos de fecundidad espiritual en el seno de la Iglesia.
La experiencia sinodal: coincidir en la luz de Jesús
Dios quiere dar a los cristianos, a todos los bautizados, una mentalidad nueva que se renueva cada día. Si los bautizados no ofrecen la luz que reciben, o no acogen la luz de sus hermanos, pueden estar cometiendo un fraude a la comunidad. El pastor, como cabeza de familia, administra el amor que se vive en comunidad y expresa la unidad de la misma, pero necesita la aportación libre y responsable de todos. La presencia de Cristo es algo que se puede experimentar en el seno de la comunidad, cuando se dan las condiciones evangélicas necesarias. Este ambiente hace que el pastor encuentre su lugar justo, como signo de la presencia de Cristo, pero sin sustituirlo. El ministerio ordenado, en la Iglesia, es la manifestación de una presencia, mientras que el clericalismo es una usurpación más o menos consciente. Porque el único que salva es Jesucristo, presente en la asamblea, a quien todos debemos aprender a escuchar y reconocer, como hicieron los discípulos de Emaús.
El cristianismo no son ideas, sino experiencias humanas que nos llevan a un encuentro con Cristo, en el seno de la comunidad. Unidos personalmente a Jesucristo expresamos, como un don de Dios, la unidad de la comunidad. En la Iglesia todo está al servicio de la experiencia cristiana, que es una participación en el misterio de la vida, muerte y resurrección de Jesús. Todo está al servicio de la gloria de Dios (cf. San Ignacio de Loyola) expresada en el hombre viviente (cf. San Ireneo de Lion).
El testimonio de la Iglesia: amor y unidad
El testimonio evangelizador de la Iglesia no proviene de la presentación de unas ideas, unas doctrinas o unos dogmas muy convincentes. Cuando más convincente quiso ser Pablo, en el areópago de Atenas -el templo de la razón griega- es cuando tuvo uno de sus mayores fracasos. Pero allí, precisamente, es donde pudo intuir que la puerta de la sabiduría cristiana es la cruz.
El cristianismo necesita la pedagogía y los espacios del aprendizaje mistagógico de la experiencia de fe, que edifican la comunidad cristiana. La misión evangelizadora de la Iglesia se realiza y muestra su atractivo en las experiencias personales y comunitarias, que son obras de amor, fruto de la fe, comunicadoras de paz y alegría interior. El verdadero testimonio evangélico, que atrae a los seres humanos, es la vivencia del amor compartido, condición para recibir el don de la unidad. El evangelio de Juan lo resume así: En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si os tenéis amor los unos a los otros (cf. Jn 13,35). El testimonio es la alegría que brota de la fraternidad cristiana, que pacifica el corazón y se irradia hacia los demás. Es un mensaje central del papa Francisco en su exhortación apostólica Evangelii Gaudium y en su encíclica Fratelli Tutti.
Epílogo
Es necesario caminar para que la Iglesia sea una casa y una escuela de comunión, donde aprender a vivir el amor y acoger el don de la unidad, siguiendo los pasos de Jesús.
El papa Francisco procura implementar en la Iglesia las reformas necesarias para que la estructura eclesial no quede anclada en las formas del pasado y pueda ser un espacio de transparencia de la presencia divina, llevando el Evangelio al mundo actual. La Iglesia está siempre en proceso continuo de conversión y renovación, para ser fiel al Maestro, pero también para ser fiel a la humanidad, a quien ofrece una Buena Noticia que no pierde vigencia.
