El cristianismo en Europa (1)

Xabier Segura Echezarraga

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Una Iglesia de cristiandad en crisis

Hace unos años, cuando era profesor de teología, Josep Ratzinger decía que estamos en la época final de la cristiandad, entendida como un gran sistema religioso ligado al poder político, con poder e influencia, y que en el futuro la Iglesia serían pequeñas comunidades, menos poderosas e influyentes en la sociedad, pero más auténticas y responsables en la vivencia de su fe. Este anuncio, de quien después sería prefecto para la Congregación de la Fe, y más tarde papa Benedicto XVI, está resultando profético.

El cristianismo sufre una gran crisis en Europa, navegando entre la añoranza de los tiempos pasados y la inquietud de un porvenir que no se sabe dónde va. En Asia y África, donde el cristianismo ha sido y es minoritario (o al menos no es predominante), la situación es distinta. América oscila entre el fundamentalismo evangelista y el activismo social en favor de los oprimidos, entre el conservadurismo político, el progresismo social y el populismo manipulador.

Quizás haya que decir que, afortunadamente, Europa ya no es el centro del mundo. Y el signo eclesial de unos papas no europeos es muestra de ello. Europa fue durante siglos, la principal matriz del cristianismo, que después se exportó a todo el mundo. Pero la crisis religiosa europea tiene unas raíces que proceden de su historia misma. Aunque no podamos juzgar tiempos pasados con criterios presentes, sí podemos valorar el momento actual.

Vamos a reflexionar a partir de tres ejemplos de situaciones eclesiales reales, históricas, relativamente cercanas, que pueden ser anecdóticas, pero no dejan de ser muy significativas.

Hace tres décadas, un laico, representante de una comunidad eclesial, dialogaba con el vicario general de una diócesis y le explicaba la necesidad de vivir el cristianismo centrado en vivencias de amor y de unidad. El vicario general le dijo que estos temas no estaban en el plan pastoral diocesano. Aquel laico le respondió que habría que cambiar el plan pastoral diocesano. En esa misma diócesis, otro miembro de un grupo eclesial visitó años después al obispo y le hizo una propuesta para formar cristianos con una vivencia profunda. El obispo le respondió que a él no le interesaba tanto eso. Que más que una experiencia evangélica intensa y radical, él prefería algo suave y diluido, como una especie de colorante que sirva para mejorar un poco a las personas. Actualmente, muchos años después, esta diócesis carece de vocaciones ministeriales, sustituye los presbíteros ancianos por otros importados de diócesis lejanas y el panorama de las parroquias es desolador.

En otra ocasión -el tercer caso-, un eclesiástico con misión pastoral daba un tema de formación a un grupo de cristianos. Explicaba un documento del magisterio e iba leyendo fragmentos. Una persona le hizo una pregunta para aclarar un texto. El eclesiástico volvió a leer el texto. Le preguntaron de nuevo y él no supo desarrollarlo más: volvió a leer el mismo texto. Parecía que tenía miedo a explicarlo con sus propias palabras, y para no decirlo mal, prefería repetir las mismas frases. Sonaba como un mensaje teórico y abstracto que no se podía concretar, encarnar, ni se podía dialogar sobre el mismo.

Con el paso del tiempo he reflexionado sobre estos hechos. En el trasfondo veo las raíces del secularismo europeo. El cristianismo se ha extendido en Europa de modo territorial, con divisiones en provincias-diócesis y parroquias. Cada persona se bautizaba en el espacio de su demarcación, y no tanto por la pertenencia a una comunidad y los vínculos establecidos en ella. Y atendía un funcionario eclesiástico, encargado de la zona. Es la herencia de la organización romana, que la Iglesia asume (con la llegada de los bárbaros), haciendo papeles de suplencia, añadiendo algunas normas éticas y morales. Pero este cristianismo vinculado al poder y la política, que tuvo importancia durante siglos, hoy está naufragando.

Recuperar las experiencias cristianas

No se debe caer en la tentación de promover un cristianismo superficial, de ideas y devociones, que no sabe convivir con el diálogo y la crítica, y que cuando carece del apoyo y la protección de los poderes públicos tiende a ir desapareciendo, como aquel colorante que se va diluyendo cada vez más, hasta que no queda prácticamente nada.

Da la impresión de que falta a veces, en los cristianos, capacidad de dialogar, y se oscila entre un discurso paternalista de quien tiene la verdad y la comunica desde una posición de superioridad, o el miedo acomplejado a no saber responder a otros planteamientos diferentes de los nuestros…

¿Será que nos falta fe para creer a fondo nuestro propio mensaje? ¿O es que no sabemos encarnarlo, de modo que nuestras acciones, razones y palabras puedan dar testimonio de aquello en lo que creemos?

No se puede reducir el mensaje cristiano a unas doctrinas, unas ideas, unas palabras, unas normas morales. El cristianismo es eso y mucho más.

Ya en el siglo XX, C. G. Jung y su discípula M. Von Franz explicaban que el problema de las tradiciones religiosas era mantener los ritos y las palabras y olvidar las experiencias religiosas originarias. Este es el gran peligro también del cristianismo. Por querer ser fieles a una tradición nos hemos centrado en mantener doctrinas y preservar dogmas, pero … ¿no estamos olvidando promover las experiencias genuinas que están en la base del cristianismo?

¿Qué experiencias originarias habría que promover? La oración-interiorización que nos pone en contacto con la Palabra de Dios, la realización de experiencias evangélicas en escucha de la palabra divina, las vivencias comunitarias típicas del cristianismo, etc.

Defender el dogma, explicar las doctrinas, mantener los ritos… es una parte necesaria pero incompleta de la tradición cristiana. Es fundamental la dimensión mistagógica o, con palabras más sencillas, enseñar a vivir el cristianismo, entrar en el misterio de la fe. El cristianismo no son ideas sino experiencias de vida y, fundamentalmente, la experiencia del encuentro con Jesucristo en el seno de su Iglesia. Lo ha dicho Juan Pablo II y todos los papas posteriores.

No se trata de caer en el pelagianismo y pensar que con nuestras obras vamos a obtener la salvación. La auténtica doctrina católica sabe que todo depende de la gracia de Dios, pero que también se reclama la experiencia humana, sin la cual, Dios, en el misterio de su infinita misericordia, parece que a veces prefiere no hacer nada. Es también el misterio de la libertad humana. Para llevar a cabo su historia de salvación, Dios reclama nuestra fe y nuestras obras. La doctrina católica valora la primacía de la fe, en la cual se insertan las obras del cristiano. Una fe sin obras está muerta. No podemos olvidar esta dimensión del cristianismo. Si en la tradición católica las obras son importantes, no caigamos en la tentación de darlas por supuesto y pensar que, una vez expuestas de manera doctrinal, ya las vivimos.

El gran drama existencial de Occidente es identificar la realidad con el pensamiento y creer que por tener una idea en la cabeza, ya la vivimos.

¡Nada más lejos de la realidad!

(Continuará…)

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