Una experiencia evangélica desconocida

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Llaman la atención algunos textos evangélicos referidos a los primeros seguidores de Jesús y a la experiencia de radicalidad que Jesús reclama de ellos: «Si alguno viene donde mí y no odia a su padre, a su madre, a su mujer y a sus hijos, hermanos, hermanas y hasta su propia vida, no puede ser discípulo mío. El que no lleve su cruz y venga en pos de mí, no puede ser discípulo mío» (Lc 14, 26; cf. Mt 10,30). Un texto chocante, donde la traducción del verbo “odiar” se refiere a la necesaria ruptura interior, violenta, que en ocasiones ha de vivir un discípulo de Jesús, en aparente contradicción con los sentimientos humanos naturales.

Jesús pide a sus apóstoles, la mayoría de ellos casados, dejarlo todo, y asegura que «el que haya dejado casa, mujer, hermanos, padres o hijos, por el Reino de Dios, recibirá mucho más en este mundo; y en el mundo futuro, recibirá la Vida eterna» (Lc 18,29-30). La exigencia es radical y está ligada a su seguimiento. Se está remarcando que la salvación ya no proviene de seguir la tradición religiosa ligada a la familia patriarcal tradicional, ni tampoco viene de cumplir la Ley. A partir de ahora todo depende del vínculo esencial con Jesús, que es quien llama, constituyendo una nueva familia. Frente a la llamada de Jesús cae todo lo demás, también el matrimonio tradicional. Por otro lado, sabemos que Jesús volvió a casa de Pedro y curó a su suegra, y con ello comprobamos que no todos los apóstoles abandonaron sus familias, literal y totalmente. Pero la experiencia interior sirve a todos: por encima de todo, ahora está Jesús. Su persona es la única mediación de la nueva Alianza.

Es curioso cómo un tema importante, suficientemente claro en el Nuevo Testamento, apenas se ha reflexionado en la vida eclesial. Pero se trata de algo fundamental que aparece incluso en la infancia de Jesús. En una fiesta de Pascua en Jerusalén, Jesús es perdido y hallado en el templo: «Su madre le dijo:Hijo mío, ¿por qué nos has hecho esto? Piensa que tu padre y yo te buscábamos angustiados”. Jesús les respondió: -¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debo ocuparme de los asuntos de mi Padre? Ellos no entendieron lo que les decía» (Lc 2,48-50). Se muestra aquí un claro contraste de dos mentalidades sobre la familia: la tradicional centrada en el padre (y la madre) y la mentalidad nueva centrada en la presencia de Jesús. La misión de Jesucristo ya no está ligada al estilo familiar patriarcal del AT y los vínculos paterno-filiales tradicionales.

Jesús encontró un grave conflicto con muchas familias tradicionales, que podían justificarse con la Ley judía y esto provocó situaciones violentas, que el maestro de Nazaret no pretendió disimular con un falso pacifismo. Por eso llega a decir que «los enemigos del hombre son los de su propia casa» (Mt 10,36), y que “solo en su tierra, entre sus parientes y en su casa, desprecian a un profeta” (Mc 6,1-6). En otro momento les dijo que no había venido a traer paz sino división en el seno de las familias (cf. Lc 12,51-53). Pero… ¿por qué es necesaria esta “ruptura” dolorosa y en cierto sentido violenta[1] con algo que, en sí mismo, es bueno, como la familia?

En las familias encontramos el apoyo indispensable para un crecimiento humano y psicológico, pero también puede combinarse con otras cosas que provienen del ego personal, del ambiente o la influencia social: intereses ocultos, egoísmos, manipulación, etc. En la vida de las familias se mezclan, con frecuencia, cosas positivas con intereses escondidos que no corresponden a un amor auténtico, y que pueden enmascararse con sentimentalismos. Todo ha de ser purificado con la presencia de Jesús, porque el Reino es enemigo de la mentira y del engaño, y ello provoca una violencia que acompaña la irrupción de la novedad de vida cristiana. Dios quiere purificar el corazón humano para que aprendamos a vivir el amor verdadero, y para ello hay que seguir a Jesús. Jesús quiere que el cristiano sea un hombre nuevo, y ello reclama un nuevo nacimiento y una nueva familia (cf. Jn 3,1-8).

En las últimas cartas de la tradición paulina descubrimos una cierta recuperación de la “familia tradicional patriarcal”, que se aleja de las intuiciones más cercanas a las palabras de Jesús mismo: con el retraso de la Parusía los cristianos vuelven a adaptarse a las costumbres del entorno social y cultural greco-romano en el que se encarnan[2]. La historia de la Iglesia ha mostrado una preferencia por este estilo patriarcal, pero es necesario volver a las líneas fundamentales dadas por Jesús mismo.

Jesús vive y propone una experiencia radical, en la que la familia patriarcal es sustituida por la nueva familia, que es la comunidad cristiana. El problema aparece cuando la vivencia cristiana pierde su dimensión comunitaria y seguimos la tendencia natural de buscar el indispensable apoyo social en la familia natural. Corremos el peligro de sustituir la experiencia cristiana con bondades naturales o centrarnos en una espiritualidad individualista autosuficiente. Ambas opciones se alejan de la novedad de Jesús.

La figura de la Iglesia como nuevo pueblo de Dios, característica del concilio Vaticano II marca el itinerario eclesial hacia la toma de conciencia de una identidad relacional y comunitaria. La nueva propuesta que el Papa Francisco hace para reflexionar y asumir la experiencia de la sinodalidad marca el camino del redescubrimiento de la Iglesia como verdadera familia del cristiano, comunidad reunida en torno a Jesús. Cuando no percibimos la experiencia del hombre y la mujer unidos en buscar la voluntad divina, la imagen eclesial queda deformada, perdiendo el atractivo de una vida de familia comunitaria y fraterna. Se trata de un gran reto para superar el clericalismo y mostrar el rostro de una Iglesia como Pueblo de Dios, eje central de la eclesiología conciliar. Es el reto de un nuevo estilo de Iglesia, como “casa y escuela de comunión” (Novo millennio ineunte 43; cf. Papa Francisco, Audiencia General 14 abril 2021).

El cristianismo se encarna y se actualiza en la vivencia de sus experiencias fundamentales, a las que debemos volver en cada época y en cada generación. “Dejarlo todo para seguir a Jesús” es una de estas experiencias, a partir de las cuales se redescubren todas las cosas. También la familia natural.


[1] «El reino de los cielos sufre violencia, y los violentos lo arrebatan» (Mt 11,12).

[2] Se percibe en las Cartas pastorales: cf. 1 Tim 2,8-3,5, etc.

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