
El pasado domingo asistía a la celebración de una misa en la Iglesia Andra Mari de Zeanuri[1]. Mirando atentamente el retablo descubres algunas de las pinturas mejor conservadas del siglo XVI en Bizkaia. El núcleo del retablo está dedicado a la Asunción de la Virgen María y contiene escenas de Santa María, realizadas seguramente por artistas de Flandes que se habían mudado a Castilla. El retablo tiene más de 80 representaciones de santos, virtudes o personajes bíblicos reorganizados posteriormente en el gran conjunto barroco que hoy se conserva.
En la Iglesia, los elementos arquitectónicos y las imágenes evocaban personajes bíblicos y transmitían mensajes simbólicos de belleza, compasión, valentía, etc. Servían de ayuda a las personas para superar las duras condiciones de la vida natural y del trabajo cotidiano, abriendo espacios de trascendencia (salida de uno mismo) en los que se podía crecer humana y espiritualmente. Así crecieron nuestros abuelos y la fe les ayudó a descubrir una vida con sentido. En aquellas familias crecieron niños, algunos de los cuales llevaron la fe a países lejanos. De numerosos pueblos pequeños como éste salieron misioneros hacia América, Asia y África.
Muchos hemos nacido ya en un ambiente distinto, sin precariedad ni necesidades económicas. Esto condiciona nuestras expectativas de vida, nuestra valoración de la realidad y nuestra actitud religiosa. Personalmente, pude redescubrir el Antiguo Testamento, y la gran novedad que aporta el Nuevo a partir de los 30 años cuando, en la década de los 90, estuve viviendo en Valledupar (Colombia). Allí descubrí el gran poder que tiene la experiencia cristiana para promover humanización, lucha con la adversidad y progreso, en medio de una sociedad herida de violencia y con graves problemas sociales y económicos. La fe cristiana ayuda a crecer a la gente sencilla que busca el bien y la verdad. Precisamente de este modo se desarrolló el cristianismo primitivo, cuando una pequeña secta perseguida por los judíos y por los romanos, que convocaba a gente de baja categoría, seguidores de un tal Jesús de Nazaret, llegó a prevalecer sobre el poder del Imperio romano. Incluso llegó a recibir de él la herencia de todo un continente: Europa.
¿Pero qué está ocurriendo hoy en Europa, donde tantas personas empiezan a abandonar su fe tradicional cristiana? ¿Será que el cristianismo tiene un efecto más positivo con las personas necesitadas y que sufren, y en cambio pierde signficado e influencia cuando vivimos de manera acomodada y sin grandes preocupaciones? Quizás no sea tan sencillo.
Antiguamente nuestros antepasados descubrían la religión en la predicación del clero, con el recurso de imágenes religiosas y devociones, que les ayudaban a vivir experiencias que daban sentido a sus sufrimientos cotidianos y aportaban modelos humanos, esperanza y fuerza para progresar. Hoy el mundo está cambiando mucho. El clero ya no es un estrato privilegiado de mucha formación, que sobresale sobre el pueblo. Tampoco recibe la valoración social y la admiración de otros tiempos, ni es aceptado como guía de una sociedad laica no confesional. Por otro lado, el mundo se ha vuelto global, con los viajes, el flujo migratorio, el contacto con otras culturas y religiones. Ya no se concede a la Iglesia el patrimonio de la verdad. Además, la constatación de errores y pecados de sus miembros mina su credibilidad. El juicio crítico de la modernidad ante las instituciones, las ideologías y la autoridad, le afectan de manera especial. Hoy se corre el peligro de que las iglesias se conviertan en espacios culturales museísticos en viajes de turismo: alguna visita guiada para admirar las joyas del arte religioso antiguo, compaginada con salidas a la playa y comidas en buenos restaurantes.
Pero no es posible la misión de la Iglesia, si esta se limita a misas dominicales con algunas ideas éticas o morales aprovechables del sermón. Si no se consigue conectar con las experiencias vividas representadas por aquellas 80 figuras o escenas del retablo barroco, se está perdiendo la misión evangelizadora eclesial, y se sustituye por una costumbre social dominical para quienes en algún momento asimilaron la fe y con el paso del tiempo no la han perdido.
La evangelización ha de buscar gente nueva y comunicar una buena noticia, que se puede vivir y reproducir en las circunstancias personales. La misión principal de la Iglesia es la de ayudar a vivir la peculiaridad de la vida cristiana, en un proceso de aprendizaje largo y profundo, que no se puede dar por supuesto. La identidad eclesial se sostiene con tres pilares bien alineados: la Palabra de Dios (que se debe conocer y profundizar), la comunidad cristiana (donde se dialoga la fe cristiana y se discierne la veracidad o falsedad de las experiencias individuales) y la liturgia (donde se celebra festivamente la fe). Con frecuencia fallan los dos primeros pilares: falta el conocimiento y profundización continua de la Biblia, y no hay verdadera comunidad cristiana, sustituida por un grupo sociológico con vínculos superficiales. De este modo la liturgia se convierte en eventos sociales cuyo significado se va perdiendo y que no atraen a personas nuevas, a los jóvenes, etc.
Durante siglos la Iglesia en Europa se ha mantenido gracias a una buena formación del clero, que ha suplido muchas funciones, como el conocimiento bíblico o la identidad comunitaria. La ausencia del clero actual es un signo de los tiempos, y sólo donde exista una verdadera comunidad cristiana puede mantenerse de manera creíble la experiencia de fe, y proponerse a otros. Hay que redescubrir la identidad eclesial como comunidad viva.
Resulta iluminador en esta línea el testimonio de la Iglesia en Corea del Sur. Durante siglos la fe se mantuvo allí gracias a la existencia de comunidades laicales, porque los presbíteros fueron perseguidos y exterminados. Pero la comunidad perduró y hoy Corea del Sur es uno de los países con mayor índice de cristianismo en Asia. Este testimonio nos recuerda que el verdadero fundamento de la Iglesia es la comunidad cristiana. Aunque la Iglesia sea una institución jerarquizada, hay que revisar el papel del ministro ordenado, para que no ahogue, suplante ni aburra a la comunidad. Se necesitan espacios de comunidad cristiana, de vida de familia donde se pueda aprender a vivir la fe, aquellas experiencias que otros descubrieron y vivieron antes, y que iluminaron y dieron sentido a sus vidas. Aquellas experiencias que continúan estando plasmadas en los personajes bíblicos y el arte antiguo del retablo de la Iglesia Andra Mari de Zeanuri, y de tantas otras iglesias en pueblos y ciudades que nos rodean.
[1] Andra Mari es una expresión tradicional vasca que significa literalmente «Señora María», y equivale a las castellanas Nuestra Señora, Virgen María o Santa María.
