¿Se acabó el amor?

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Aquella pareja quería separarse porque -según decían- se había acabado “el amor”. El argumento parecía concluyente. La nueva realidad social y cultural es comprensiva ante aquellas situaciones familiares donde los cónyuges ya no están dispuestos a mantener (o no saben revertir) el mal ambiente del desamor. Es algo cada vez más frecuente, incluso en parejas con muchos años de convivencia.

Hace ya más de sesenta años Karol Wojytila publicaba un libro muy interesante titulado Amor y responsabilidad (la primera edición era de 1960), como fruto de su trabajo pastoral con diversos jóvenes polacos que le planteaban preguntas sobre el sexo y el amor, la afectividad, el matrimonio, etc. En aquel tiempo, antes del concilio, la doctrina eclesial sobre el matrimonio se centraba en la finalidad procreativa, y Karol proponía de manera novedosa la propuesta de la primacía del amor, no solo como fundamento del matrimonio, sino como oferta personalista orientada a todo ser humano. Aquellas ideas quedarían recogidas en el concilio Vaticano II: la dignidad fundamental de la persona humana, la centralidad del amor, etc. Después vendría el mayo del 68 y la revolución sexual, y las palabras poco conocidas de aquel obispo polaco resultarían proféticas para iluminar temas complicados.

Más tarde, ya como papa, Juan Pablo II escribió numerosos documentos, pero quizás su aportación más perdurable y novedosa sea su visión antropológica, que aún no está del todo desarrollada: la unidad del hombre y la mujer como imagen del Dios trinitario, el genio femenino y su misión al servicio de la humanidad, la teología del cuerpo, etc. Ya desde aquella primera obra suya había mostrado su principio personalista: “la persona es un bien tal que solo el amor puede dictar la actitud adecuada y válida respecto de ella. Esto es lo que expone el mandato del amor”[1]. Karol Wojytila reflexionaba sobre cuestiones de sexualidad y amor humano, pero al mismo tiempo estaba buscando el sentido profundo de la vida humana a la luz de la experiencia cristiana.

El mandamiento del amor lo encontramos ya en el Decálogo -como mensaje central de Dios a su pueblo elegido- definido como la relación fundamental con Dios y con el prójimo. Es un mandato común y fundamental para toda la tradición judeocristiana. Pero también lo volvemos a encontrar en el evangelio de Juan 13,34: “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que, como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros.” Aquí descubrimos el único mandamiento explícito que Jesús da a todos sus discípulos, que parece resumir todo su mensaje, y donde se refiere a sí mismo como modelo de autenticidad.

Es evidente que todo el mundo cree que sabe lo que es el amor: cada uno a su manera, según sus propias experiencias y conocimientos. Pero también sabemos que el amor es la palabra más manipulada, deformada y malinterpretada. Se acepta la definición de que “Dios es amor”, pero llama la atención que esta definición explícita sólo aparece una vez en toda la Biblia (1 Jn 4,8). Y es que el amor puede tener muchas deformaciones, y quizás por eso Jesús tiene que hacer la matización de “como yo os he amado”. No se trata de amar a nuestra manera sino a su manera. ¿Y cómo es la manera de Jesús? Otros textos evangélicos de la tradición joánica lo van mostrando con claridad: “No hay mayor amor que aquel que da la vida por sus amigos” (Jn 15,13); antes de ir a la cruz se dice que “habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo” (Jn 13,1). Jesús no sabe amar a medias. Lo lleva hasta el límite. Normalmente la pasión es un elemento importante para el amor humano. También lo es para el Maestro, y lo muestra en su Pasión. Para Jesús el amor es una experiencia profunda y radical, llena de pasión, que alcanza la muerte misma. Por eso los cristianos identificaron la experiencia de Jesús con palabras del Cantar de los Cantares, cuando se dice que “el amor es más fuerte que la muerte” (Ct 8,6).

Queda claro que para Jesús el amor es algo muy distinto de la imagen instintiva o sentimental con la que normalmente identificamos esta palabra. Sería bueno convencernos de que no sabemos amar y no sabemos qué es el amor. No hay nadie más iluso que quien cree que ya sabe amar o lo da por supuesto y deja de estar atento a los demás. El amor es el gran drama de la humanidad, algo que todo el mundo busca y anhela pero que muchos no encuentran, y que provoca mucho dolor y frustración. Resulta necesario que alguien nos enseñe a amar “de otra manera”, ya que no es fácil salir de las experiencias que hemos visto y conocido a nuestro alrededor y que consciente o inconscientemente nos influyen.

Resulta liberador que Jesús nos diga que Él mismo nos quiere enseñar a amar, ya que ello significa que nada nos puede atar y que podemos descubrir algo nuevo, liberándonos de nuestras dependencias. Solamente cuando “desaprendemos” lo que creemos saber podemos abrirnos a una novedad radical, como es la vida de la gracia que Jesús nos trae. Y sólo entonces nos damos cuenta de que el amor estaba dentro de nosotros, pero que no lo conocíamos. Liberados de nuestros condicionamientos podemos aprender a amar como Jesús nos ama. Porque el amor verdadero es un don, un regalo recibido y llevado a las relaciones interpersonales.

Pero el problema verdadero viene de querer sustituir el amor de Dios con amor propio. Y es aquí donde no salen las cuentas. Y así reproducimos en nuestra vida los modelos que hemos conocido, o nos dejamos arrastrar por instintos o emociones y lo revestimos de ideas y razonamientos, y llamamos a todo eso “amor”. Y es posible que “ese amor” se nos acabe algún día. Porque las hormonas varían sus flujos con los años, también los sentimientos van cambiando, y las ideas evolucionan con nuevas influencias sociales y culturales. Y lo que antes parecía importante o excelente puede resultar que pierde su valor, con el paso del tiempo, en contraste con lo nuevo.

Pero si lo que hemos ido descubriendo es que podemos vivir en nuestra propio cuerpo el amor de Dios, el que Jesús nos enseñó, podemos estar seguros de que ese amor nunca va a acabarse; porque irá evolucionando con matices del espíritu divino que se va encarnando con riqueza y variedad de formas entrañables, llenas de ternura y de misericordia. El amor de Dios está lleno de ricos y tiernos sentimientos, pero no se identifica con ellos y acompaña el proceso de la vida en sus distintas etapas y procesos. Puede alcanzar las más altas cimas y descender a los valles, o atravesar desiertos y caminos difíciles, promoviendo siempre los espacios acogedores y hospitalarios de una convivencia humana fraternal y de un cuidado mutuo.

Cuando decimos que se acabó el amor debe ser, seguramente, porque nunca hubo un verdadero amor maduro y responsable… Quizás hubo promesas o semillas incipientes, pero se descuidaron las plantas delicadas al borde del camino, que requerían los cuidados cotidianos de una atención amorosa y personal. El amor es siempre un milagro que viene de Dios y que nosotros podemos encarnar en las vasijas de barro de nuestra fragilidad humana.


[1] Karol Wojtyila, Amor y responsabilidad, Palabra, Madrid 2013, p. 27-28.

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