
En estos días ha pasado inadvertida una noticia sorprendente y terrible: en España hay un promedio de diez suicidios al día. Se trata de la causa no natural que tiene mayor incidencia en el número de defunciones en el conjunto del estado. Estamos en torno a los 3600-3700 suicidios anuales. Por cada diez personas que se quitan la vida, 7 son varones y 3 mujeres, pero en números globales, son más las mujeres que lo intentan, sin conseguirlo. Se trata de un dato afianzado en los últimos años, y que, por tanto, no se puede atribuir a las consecuencias de la pandemia actual. Desde los años 60 se fue incrementando el número, hasta duplicarse a finales del siglo XX, estabilizándose a continuación. Habrá que ver de qué modo ha influido el confinamiento durante este año, pero independientemente de ello, estamos ante un grave problema. La tasa sitúa a España entre los países con tasas más bajas en Europa, pero no deja de ser algo alarmante. Se trata de un síntoma que afecta a toda la sociedad occidental europea, pero también a otras sociedades a nivel mundial. Cada sociedad tendría que reflexionar, a nivel planetario, hasta qué punto somos capaces de hacer posible que las personas vivan una vida con sentido.
Centrándonos en el estado español es realmente sorprendente el silencio que acompaña a esta noticia, si lo comparamos con los muertos por accidentes de tráfico, que fueron 1098 en 2019 y 1008 el año anterior; o los homicidios, que en 2019 fueron 332 personas; o las mujeres asesinadas por violencia de género, que fueron 55, la cifra más alta en los últimos años. Los suicidios, por tanto, triplican a los muertos en accidentes de tráfico, superan en once veces a los homicidios y en setenta veces las muertes por violencia de género.
Si un día mueren cinco personas en un atentado yihadista será noticia en todos los periódicos. ¿Cómo es que ha dejado de serlo que muera el doble de personas cada día, ante la aparente indiferencia de la sociedad? Frente a las campañas contra los accidentes de tráfico o de concienciación frente al tabaco, el alcohol o la violencia de género, se está olvidando aquella realidad que provoca un número mucho mayor de muertes y donde la inversión pública es nula. Los estudios afirman que hablar sobre el suicido no conlleva un mayor número de muertes, sino que más bien puede ayudar a prevenirlo. ¿A qué se debe, por tanto, el misterioso silencio sobre una noticia tan estremecedora? ¿Cómo es que no se trata de un hecho relevante para suscitar la reflexión y el debate necesarios, y la promoción de planes que puedan ayudar a mejorar los datos? ¿Dónde están las instituciones políticas, sociales, culturales y religiosas, que deberían estar buscando soluciones para esta trágica realidad?
Es evidente que estamos frente a un tema tabú que, en cierto sentido, nos obliga a replantearnos muchas cosas. Quizás incluso nuestro modelo de sociedad. Un dato como este, que ha ido creciendo en los últimos años y se ha estabilizado con cifras altísimas con la presunta aceptación de la mayoría silenciosa, nos obliga a tomar conciencia de nuestra realidad social. Sería bueno reclamar a los políticos que abandonen sus actuaciones mediáticas y luchas por el poder y atiendan las necesidades de las personas reales, y a los medios de comunicación que sirvan realmente a la sociedad y no sólo a los intereses empresariales.
Siempre, en todas las épocas, la tentación del poder fue controlar a los ciudadanos con “pan y circo”, según la expresión conocida del imperio romano: que el pueblo pueda comer y que estén distraídos. Para eso hoy tenemos muchas posibilidades, y las nuevas plataformas de contenidos audiovisuales nos permiten vivir grandes emociones de historias ajenas y relatos de ficción sin salir de nuestras casas, prescindiendo con frecuencia de la realidad de nuestros vecinos. Y el mundo que se nos avecina será aún mucho más solitario, ya que pronto podremos viajar virtualmente o tener todo tipo de relaciones o experiencias sin salir de la habitación -gracias a gafas de 3D-. Experiencias que podrán ser mucho más emocionantes que la realidad misma. ¿Hacia dónde vamos?
Pero el dato que hoy traemos nos hace mirar en otra dirección: la del más acá de la realidad no virtual. ¿Qué ocurre en una sociedad en la que aumentan las personas que no encuentran sentido a sus vidas? ¿Qué podemos decir de una cultura que naufraga en su capacidad de orientar y de crear valor en la vida de las personas? ¿Es culpable el estado y los políticos, o todos somos responsables de este mundo que vamos creando, donde cada uno mira por sí mismo y por los suyos, pero cada vez mayor número de personas quedan aisladas, olvidadas, descartadas de la sociedad?
Siempre se habló del gran valor de la familia en las sociedades mediterráneas, y su influencia positiva en momentos de crisis y dificultades, pero parece que hoy no es suficiente. ¿Qué está ocurriendo? Ciertamente el sistema de salud tendría que asumir sus responsabilidades, también en este campo. Pero si los políticos y las instituciones están muy ocupados con sus propios temas e intereses, quizás las organizaciones no gubernamentales deberían asumir funciones al servicio de las personas concretas y reales. Se trata de un tema que habría que profundizar en todos los niveles de la sociedad.
Víctor Frankl creó la escuela de psicología de la logoterapia a partir de su propia experiencia en los campos de concentración nazis. Su reflexión era sencilla: quien tiene un motivo, una razón para vivir, encuentra la fuerza para superar todas las dificultades, incluso las más penosas. Es necesario crear espacios de solidaridad, diálogo y relaciones verdaderamente humanas, donde cada uno pueda encontrar su lugar y su propósito, su motivación para luchar en la vida. Son importantes las familias, pero también, subsidiariamente, otros espacios de encuentro y comunicación, que pueden ejercer funciones complementarias y, en algunos casos, sustitutivas.
Hoy vivimos, en general, con una calidad de vida muy superior a nuestros antepasados, y no valoramos elementos que han traído grandes mejoras en el bienestar, como el agua corriente, fría y caliente, en abundancia, el lavabo en casa o la calefacción. Son cosas que no tuvieron muchos reyes de la antigüedad. El progreso económico de los últimos siglos se ha visto acompañado de una gran desigualdad, ciertamente, pero hoy sabemos que los bienes, bien repartidos, servirían para una vida digna para todos, aunque no siempre ocurra esto, por egoísmo e insolidaridad. Hoy podríamos vivir todos bien. Pero a veces, aunque tengamos lo material, nos falta motivación y sentido. Es muy significativo descubrir que las tasas de suicidio son mayores en los países ricos, quizás porque se han perdido algunos valores que habría que recuperar.
Es necesario crear ambientes que nos ayuden a descubrir los motivos para vivir una vida con sentido. Aunque es evidente que hay casos especiales, problemas graves de salud mental, adicciones, etc. también es verdad que el suicidio puede ser en ciertos casos, el síntoma del fracaso de un modelo de sociedad, con unos estilos de vida que no consiguen integrar a un grupo nada despreciable de personas, que no encuentran su lugar y adolecen de la falta de unas relaciones interpersonales gratificantes y significativas. Estamos ante una seria y grave interpelación para cada uno de nosotros.
Habría que replantear la sociedad y repensar nuestro sistema de valores. Sobre todo, habría que replantear la educación, el acompañamiento de las personas. Invertir en la formación y en las personas es invertir en toda la sociedad y el bienestar general. Y es necesario redescubrir los vínculos humanos, superando los estilos individualistas, superficiales y consumistas que hemos fomentado. Estamos ante un problema local, pero también universal. No es un tema individual o familiar simplemente, sino de toda la sociedad. Es bueno dar a las personas alimento y distracción, pero junto a ello, habría que promover experiencias y espacios de humanidad, donde los hombres y mujeres puedan descubrir los motivos por los que vale la pena vivir en nuestro tiempo. Y esta es una tarea fundamental en todos los ámbitos de la actividad humana: la política, la cultura, el arte, la ciencia, la espiritualidad, la religión, etc. Hace falta un trabajo interdisciplinar. Si no lo conseguimos, nuestro modelo de sociedad fracasa estrepitosamente.
